Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Por estar lastimado de un músculo en la pantorrilla, Eduardo Gallo renunció a continuar con los intentos de estoquear al bicho. Al segundo aviso dejó los trastos, y abandonó el ruedo dejando al toro con varios pinchazos. Ahí, vino una complicación, la autoridad en vez de tolerar que el par de minutos transcurriera y que sonara el tercer aviso con el fin de que el toro se fuera vivo, le dio indicaciones al segundo espada, Octavio García El Payo, para que lo matara y pinchazo tras pinchazo con el estoque largo y con el de descabellar, el toro quedó como coladera, pero sin caer. Tres avisos más dos previos, la plaza hirviendo y al Payo, tan furibundo que se le asaban chiles en la espalda. Héctor Gabriel fue el tercer alternante y la corrida mansurrona, débil y sosa, de Begoña fue lidiada en Teziutlán.
Una persona que estaba junto a mí en el burladero de contrabarrera, me soltó: “Cuando veo esto, pienso que los antitaurinos tienen razón”. Lo entiendo, la ineptitud, el abuso en las fallas con el estoque y el que no haya un límite en la cantidad de intentos para tirarse a matar o descabellar, hacen que así, el toreo sea algo grotesco y tremendamente cruel. Sin embargo, no es que los antis tengan razón, porque ellos piensan que los aficionados nos regodeamos en el sadismo, que disfrutamos con la sangre que mana de los morrillos. Sin embargo, lo que en la plaza estaba pasando, era exactamente lo contrario: la indignación general tomó partido a favor del toro y con pañuelos blancos, gritos y silbidos, se pedía que se suspendieran las agresiones al cornúpeta.
Cómo la vida no está llena de casualidades, sino de causalidades, el miércoles, a mi cubículo universitario entró un profesor con la intención de comentar cualquier cosa. Tomó una fotografía, un natural precioso que aprecio más, porque el torero retratado es mi hijo, y espetó sin que nadie le preguntara: “No estoy de acuerdo en nada con el sadismo del toreo. Ese sí es un tema que no soporto, torturar a los animales se me hace nefasto”. Con poco ánimo por experiencias pasadas, le contesté que le faltaba información y que no sabía de lo que hablaba. “Ni me interesa”, dijo tajante. No pretendía yo, desde luego, hablarle del toro como animal mítico y sacrificial, ni de los múltiples simbolismos que tiene una corrida, ni contarle la historia del toreo de Curro Guillén a Pablo Aguado, ni menos de la actitud heroica que asume un muchacho herido en la arena, con el traje de luces rasgado, sin dar muestras de lo que le está doliendo y permanecer en el ruedo hasta cumplir totalmente con su deber. No. Simplemente, quería decirle que primero investigara sobre el tema y que luego, hablara, porque en el asunto de la afición a los toros no caben palabras como sadismo ni tortura. Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra sadismo significa: “Crueldad refinada con placer de quien la ejecuta” y tortura la define como: “Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo”. Ninguna de las dos son acertadas en el mundo de los buenos aficionados que velan porque al toro se le trate con lealtad y sólo se le haga el daño estrictamente necesario.
Me asombra y encabrita la intransigencia y el fanatismo, los antis están dispuestos a morir y matar por ellas. En las puertas de las plazas, los he visto y oído insultar, escupir y atacar a los aficionados que pasan cuando ellos hacen valla. Creo que lo que tienen es un gran temor, el de saber que hablando se entiende la gente y ellos, precisamente, no quieren entender.