Se los juro. Los consiguió en la Plaza de los Sapos. Cualquier domingo deambuló entre los puestos de antigüedades hasta encontrarlos. La búsqueda tuvo su encanto. Muchos cachivaches. Anteojos de armazón redondo que habrán servido a algún abuelo para mirar los tiempos mejores. La muñeca de porcelana con la sombrilla despostillada colgando del brazo.  Un juego de instrumental para sacamuelas. Cerrojos oxidados. Monedas que ya no circulan, de las que rendían mucho a la hora de gastarlas en el mercado. Husmeó entre los libros: novelas policíacas, la biografía de Chaplin, otro de tratamientos naturistas, unas reflexiones para gerentes -qué flojera-  en acción. Hojeó, cosa lógica, un ejemplar solitario de la colección La Tauromaquia, Colombia tierra de toros, firmado por Loperita; su atención fue ganada por la historia de la cogida mortal a Pepe Cáceres, pero, después de un rato, al notar que el vendedor empezaba a mosquearse cambió a otro.

 

Eligió uno de pastas de cartón azules y lomo de cuero con los adornos y las letras grabados en oro. Obras poéticas de Espronceda, decían. Lo abrió al azar. Mío es el mundo: como el aire libre…/ Todos son mis bienhechores,/ Y por todos/ A Dios ruego con fervor;… Librería de Garnier Hermanos, París, 1869, reverente y delicado lo puso sobre la mesa. Mira si he rogado con fervor, pensó. De un tocadiscos viejo escapaba la voz añeja de Gardel, Madreselva … pasaron los años y mis desengaños yo vengo a contarte, mi vieja pared…  Echó a andar  y dejando a atrás bazares, tenderetes y vendedores de globos, se alejó por el callejón del Carolino. Repicaban las campanas de La Compañía y las palomas volaban en círculo alrededor de la torre. Los había conseguido. Ya los llevaba en la impronta.

 

Uno a uno, José Rubén Arroyo los sacó en el ruedo. Fueron piezas sueltas de una colección de magníficas antigüedades. Aparecían de vez en cuando, provocándonos el ligero sobresalto de placer emocionado que da ese objeto no previsto y que aparenta estar destinado para que un día lo encontremos después de muchos años. Por decir algo, arrastraba las verónicas regulares, de pronto, una entre las otras era magnífica y cerraba con el broche de oro de la media belmontina. Gastó la muleta de igual manera. Derechazos, naturales, pases de pecho, nada del otro mundo y de repente, aparecía el trincherazo, torerísimo, reluciente entre los otros muletazos. Los guardábamos como un botín maravilloso, pendientes de la faena esperando que se repitiera el  milagro. Y se repitió varias veces en esa versión y en otros pases, cambios de mano, molinetes, un derechazo. Pocos, pero de valor incalculable por su pureza, sensibilidad y gran empaque.

 

 

En cuanto a Jesús Luján, con la firmeza de plantas que lo caracteriza, hizo explotar los cañones de su arrebato. La personalidad apabullante encendía los tendidos cada vez que largaba lona y corría franela. Tuvo suerte en el sorteo y le cayó el toro del boleto. El matador, con coraje aportó lo que traía, aunque los años sin pisar la arena le pesaron a la hora de templar los trapos y alargar las series. El castaño girón fue un ejemplar bravo, claro, noble y fijo que repetía con clase. La Soledad mandó cinco toros, el sexto desentonaba con el resto de sus hermanos. En cuanto a Alfonso Mateos, pasó sin pena y también sin gloria.

 

Los misterios se desvelaron. No fue una corrida de triunfos apoteósicos, pero tuvo su embrujo. De las que dejan huella merced a una empresa que da toros, a unos matadores dispuestos a plantarles cara y a la nostalgia impresa en lances de vocación antigua. Otra perspectiva, compuesta con valor, honradez y orgullo. Cartel de toreros de azulejos de talavera y carácter de hierro forjado, hombres que se embarcan en la aventura de la vida acariciando sueños, sin más argumentos que la convicción de que su oficio es el más bello del mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México