Aunque sea lo común vivir tanto disparate, no se vale, no. Es que en esto del toreo el esperpento resulta inagotable y cada día se lleva uno tremendas sorpresas y son tan cotidianas que terminan formando parte del paisaje, pero no por ello deben pasarse por alto, porque si hay muchos que se quieren cargar la fiesta desde afuera, también hay otro tanto que lo hacen por dentro. Estos últimos son los peores.

La última hazaña de Diego Silveti se ha dado en Móstoles, una ciudad cercana a Madrid, en donde, junto con sus alternantes David Luguillano y David Galván, se negaron a matar una corrida de toros de Emilio Artalejo, argumentando -háganme ustedes el jodido favor- que eran “demasiado grandes para torearlos”. Las razones de Luguillano y de David Galván deben estar fundamentadas en que están agotados de tanto torear –perciban el filo de mi sarcasmo-, pero David Silveti habrá recurrido a un argumento inapelable, algo así como: “Señores, ¿cómo pretenden que mate una corrida tan descomunal si yo no tengo esa insana costumbre?. ¿Qué no lo saben?, en la Plaza México, que es la más importante de mi país, no sale un toro con la catadura que aquí en España, sale un utrero en novillada de plaza de segunda?. Matar esos toros, como dicen ustedes, sería llevarlo crudo”. Así que a tomar por saco afición y peñas de Móstoles y anexas.

La hazaña de los tres coletas contrasta y sobresale aún más debido a la horrenda cornada que un toro de Domingo Hernández le pegó a Miguel Ángel Perera dos días después. A “Boticario”, no siendo cronista de Canal Plus y sí un tío con sus buenos pitacos, le valieron madres las credenciales de miembro del G5 que avalan al diestro extremeño enviándolo atrás de las tablas con una gravísima cornada en el vientre. El verano sangriento relatado por Ernesto Hemingway y repetido casi todos los años, se está llevando a cabo durante estos meses en los ruedos españoles. A la lista conformada por Francisco Rivera Ordoñez, Saúl Jiménez Fortes, Roca Rey, López Simón, más los subalternos, se agrega ahora el nombre de Miguel Ángel Perera.

Si un torero de la talla de Perera riega con su sangre el ruedo ya ensangrentado por sus compañeros, el asunto nos habla de una fiesta que unas veces más y otras menos, se mantiene muy cercana a la verdad y que exige el tributo de sufrimiento que deben pagar los héroes de luces. En cambio, en este México de mis partes nobles, hemos inventado una corrida “light” como la leche, la cerveza, los cigarros y el sexo. Es decir, uno puede figurarse que está en una corrida porque en el ruedo hay un elemento de cuatro patas con pequeños cuernos, pero lo mejor, es que ese elemento no lastimará a nadie, a menos que se cometa una torpeza colosal o por una casualidad muy, pero muy, desafortunada. En México, prácticamente hemos erradicado el riesgo que implica torear.

Es fácil. Una corrida “light” se arma de la siguiente manera: Punto uno, escoger seis erales “clembuterizados”, o sea, engordados con anabólicos. Punto dos, esos animalitos deben pertenecer a un encaste camotero que pasen alrededor del torero con la nobleza de una dama vicentina con el fin de que el diestro pueda arrimar los muslos, al grado de que el cuerno toque el arnés de la taleguilla sin el nefasto y brutal riesgo de que se dé una arrancada brava, un derrote que haga un agujero en la piel del atrevido. Punto tres, esos cuernos deberán pasar por las manos de algún hampón “quitapesares” especializado en hacer más confortable la vida de los toreros. Así, sin edad y por lo tanto, sin malicia ni destreza en el manejo de su armamento, con la nobleza de Gandhi y por si acaso, sin sus pitones, sería una proeza que en el toreo “ligth” un animal provocase un percance. Además, extremando medidas de seguridad, si por un error se llegase a colar una verdadera corrida de toros a los corrales del coso de Insurgentes, no es casual que para que la maten, se contrate a las desentrenadas toreras.  

Para muestras de vergüenza, dos botones entre otros cuantos: La foto de David Liceaga matando al toro de Arranz el veinticuatro de julio de 1932, un “elefante” que pesó novecientos cincuenta kilos. Y más reciente, Dámaso González, el seis de junio de 1993, lidiando a un torazo de Samuel Flores que con sus pitones enormes se terciaba cazando al matador que lo lidió con guapeza y la boca seca. Sin embargo, hoy vivimos tiempos devaluados de un relativismo apabullante en el que todo se vale, siempre y cuando tengamos la excusa adecuada. El problema de un profesional que se revela incapaz de corresponder a un compromiso,  debe generarle una enorme frustración, pero la vergüenza también se ha vuelto “light”. Poder o no poder, es parte del drama. Ya verán ustedes a Silveti por ahí, partiendo plaza tan campante. 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

ProfesorCultura y Arte Taurino

UPAEP
Puebla, México