Dicen que quemó las naves, pero eso no fue cierto. La verdad es que las mandó desarmar para utilizar el maderamen en la construcción de una fortaleza. La historia de Hernán Cortés, como casi toda la que nos han contado, tiene mucha guasa y muy poco de verdad. El conquistador, además de un hombre culto, titulado en la Universidad de Salamanca, fue un gran estratega y no el aventurero providencial que nos contaron. Digan ustedes si no, para tomar todas las naciones que había en el territorio llamado Nueva España, se necesitaron astucias, maniobras y diplomacia.

 

Por ese entrenamiento militar fue que decidió dejar un fuerte en la Villa Rica de la Vera Cruz. Así que lo de “quemar las naves” es puro choro mareador, que con el paso del tiempo se quedó como frase hecha para afirmar que alguien está dispuesto a emprender una empresa con la posibilidad de ganar o de palmar en el intento. La frase viene al caso, porque Fermín Rivera que es un torero seco y serio donde los haya, demostró su enorme valía. Este sí quemó los galeones y sin aspavientos se jugó la vida poniendo las femorales en los pitacos que pasaban con más lentitud que las horas en un día de ayuno. Imponiéndose a las adversidades y a la mala suerte –le cayó lo peorcito del encierro-, se presentó en la Plaza México para madrugarle a todo el mundo, solito y con dos cojones. Algunos dicen que sorprendió, pero no. Los que lo hemos visto en otras ocasiones, sabíamos de la pureza y la verdad de su toreo.

 

Pasemos al turrón. El toro era noble pero descastado y por ello escatimaba los ataques. Fermín Rivera a fuerza de invadir la frontera bovina, quedarse en la cara y aguantarlo mucho, le fue extrayendo una a una las embestidas. Su faena fue pulcra, bien estructurada, de técnica magistral y con una pureza de estilo digna de Beethoven, además de un temple más preciso que las cuentas de un calculista. Por si faltara, el toro era débil, así que había que torearlo a media altura y con la minucia de un antropólogo.

 

Lo sorprendente del domingo está en otras cosas, por ejemplo, que en un ambiente en el que hay que estar dispuesto a morirse en cada jornada laboral, se presentan toreros que les importa un carajo quedar bien y viven un presente absurdo, un pasado más pobre que un profesor de pueblo y, por descontado, sin ningún futuro. Son seguidores habituales de la banalidad, del capoteo insustancial y del trapazo infame. Casi en cada cartel la empresa ha presentado uno, a veces, dos. La pregunta obliga: ¿Y esos, como pa’ qué, doctor?.

 

Mientras Cristian Ortega, con más miedo que un perro en un columpio, pegaba el petardo de su vida y a Pedro Gutiérrez el juez le regalaba una orejita barata y patética, Rivera, lidiador avezado y valiente nos devolvía la tauromaquia subyugante.

 

El juego de mirar la belleza asomados a la muerte recuperaba trascendencia. Cuando, tras un espadazo en todo lo alto, dobló el toro de San Mateo, nuestro respeto y nuestro aprecio de aficionados habían fraguado. Con su fe y su honradez, con su inteligencia y su arte, con su lucidez y su melancólica torería, ahí estaba el joven diestro, firme como los guapos. Para el remate con la frase hecha quiero recalcar que desde que firmó el contrato y se le puso la cara seria del que está anunciado en un cartel, ya las naves ardían en rojas llamaradas.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México