Y ya metidos en esas, a pesar de que con los hijos del Tío Sam tengo mis reservas, o para que me entiendan del otro lado del Atlántico, con los guiris quiero poco y bueno, y empero también, de haber nacido en este Tercer Inmundo que cuenta con estupendos escritores cargados de realismos mágicos y otras maravillas, declaro, a su vez, que mi novelista emblemático se llama Ernesto Miller Hemingway. Cada ciudad cuenta con su escritor representativo y el de Pamplona es él, que con su estilo crudo y realista ganó el premio Nobel de Literatura en 1954.

Correr el encierro en la capital de Navarra debe ser una de las experiencias más emocionantes y estremecedoras que un ser humano puede experimentar. Ser capaz de hacerlo como Dios manda, o sea, encontrando toro y poniéndose delante sin tocarlo, debe ser motivo de un orgullo incomparable. Imaginemos la escena: Faltan algunos minutos para las ocho de la mañana. El día anuncia que será muy cálido, sin embargo, aún queda el frescor de las primeras horas y un olor a calle recién llovida. Andoni, vestido de  blanco sin mácula, pañoleta y faja roja, ha llegado al sitio de costumbre para correr el encierro. Busca entre las páginas del periódico que de paso ha comprado, las imágenes del día anterior. Se acercan los amigos, ellos también son corredores experimentados y habituales. Bromeando comentan los incidentes de recorridos anteriores y las expectativas para la del día. Quizá haya un toro de pinta parecida a la de los cabestros y habrá que tener cuidado para no confundirlo. Mientras tanto, calientan los músculos para acometer una de las aventuras más audaces y espectaculares que subsiste en pleno siglo veintiuno. A su lado se escuchan conversaciones en lenguas de casi todo el planeta. La Babel de los tiempos modernos ha globalizado lo taurino, y por las calles de Santo Domingo, Estafeta y la Telefónica, se reúnen australianos, japoneses, suecos y hombres de muchas nacionalidades más. Se acerca la hora. A lo lejos, se oyen los cánticos a San Fermín. El corazón empieza a retumbar dentro del pecho, los nervios se crispan y la tensión va en aumento. En el cielo estalla el “txupinazo” y da comienzo una gritería estruendosa acompañada de los acordes tristones de los cencerros. Andoni, arrojado y sereno, empieza a trotar volviendo la cara de vez en vez. De pronto, entre el tropel, distingue las cornamentas de los toros que avanzan a la vanguardia. Aumenta la velocidad, aguza los reflejos, es necesario saltar a los mozos que han caído, aguantar los empellones de los que quieren adelantarse y librar el ser atropellado por la manada. Logra plantarle cara a un cárdeno descomunal de mucho palo en la cabeza. Los pitones le rozan la camiseta. Así corre un buen tramo hasta que se sale del juego acercándose a la orilla de este río de gente encauzado por las centenarias paredes pamplonicas. Pasa el encierro. Andoni levanta la cara, los balcones de los edificios están llenos de espectadores. Con una sonrisa resplandeciente de pura satisfacción, percibe que en la estrechez de aquellas vías no hay escapatoria. Su pensamiento no se refiere a éste callejón en el que te pueden echar el guante los toros, sino a que no puede pirarse, porque jamás renunciaría a esta tradición atávica que le reclama su casta milenaria. Antes de marcharse, pasea la vista por la calle, los mozos y los espectadores caminan en grupo dispersándose por las esquinas ya abiertas a la circulación. Entonces, entre la gente lo descubre. Ahí está el viejo de suéter de cuello alto, la barba entintada de vino y el pelo blanco, es Hemingway que socarrón y medio borracho, el puro en la mano, lo saluda asintiendo con la cabeza.