Estaban arreglados. Se notaba a simple vista. Después de que arrastraron al sexto, en el patio de cuadrillas un necio discutía con el que firma este artículo, que no, que nadie los había tocado. Su argumento más tenaz era que los chiqueros de la plaza de Tlaxcala son muy pequeños y cuando en ellos se encierran toros grandes, estos se maltratan los pitones contra las paredes. Bueno, está bien, entonces no los mandaron a arreglar los apoderados, tampoco la gente de la empresa. En esta ocasión, los toros, animales prudentes y considerados donde los haya, se arreglaron los pitones por sí mismos no fueran a ponerle las ingles a nadie como mapa de carreteras. El hecho es que salieron arreglados. A algunos, los merengues más concienzudos, se les pasó la mano y se auto dejaron como para rejoneador español, o sea, casi mutilados.

La brisa suave cae sobre la arena, un cielo cargado pesa en grises aunque no rompe la llovizna. El campanario del convento de San Francisco, erguido solemne tras las tejas que cubren las últimas filas de la plaza, deja escapar palomas que van y vienen. Tarde importante y perfecta para acometer hazañas y dejar atrás el anonimato. Seis toros soberbios de De Haro, entipados, con la edad reglamentaria, o más, y que seleccionados meticulosamente por su trapío. Ocasión para escribir la Historia que a veces se da así, en una corrida modesta y sin reflectores, pero que tiene el firme respaldo de la trascendencia. Los seis fueron bravos y para dejar constancia de ello, remataban fuerte en los burladeros. Una corrida que –salvo el sexto, que se lastimó- hizo comprobar la teoría sobre la verdad del toreo, es decir, que al final de cuentas y después de las trampas, estafas, trucos y embelecos, en el toreo lo único que permanece en el ánimo de los aficionados es la verdad.

Al ser un rito de vida y de muerte se dice que a la plaza no va uno a divertirse, sino a filosofar. Es el toro verdadero el que genera las reflexiones más profundas. Los toreros que siempre están pensativos, lucen más ensimismados cuando saben que la media docena está seria. Como esta que era una corrida con toda la estampa. Por ello, hubo quien se extravió en los vericuetos del pensamiento. Al caso, Juan Luis Silis que renunció al triunfo memorable y a nosotros  nos privó de ver a un toro por demás, importante. Desde que lo vio salir de toriles surgieron las dudas existenciales. Silis se preguntaba ¿qué hago aquí? y los espectadores se cuestionaban ¿quién puso a éste?. Los dilemas los resolvió el coleta de manera expedita. Mandó que al cárdeno le pegaran cinco puyazos criminales en el caballo de la querencia y uno más, llevado por el propio matador, impúdico y desfachatado después del cambio de tercio, al picador de la contraquerencia. El mejor toro de la tarde, el que se arrancaba de largo y era bravísimo, el que traía la gloria y la muerte colgada de los pitones, se desangró de pie descuartizado en varas y ya no fue a la muleta.

¿Qué quieren?, nadie va hacerse matar en Tlaxcala por un puesto en los carteles de la feria. Pasa que aunque se den corridas, ya casi no se dan toros y cuando estos salen, los picadores los despedazan sin contemplaciones. Así que vamos listos, cuando hay toros no hay toreros. En esta época cargada de desencanto, el problema es que ya casi nunca hay toros. Lástima, aunque a pesar del desperdicio, debo apuntar que la tarde fue sustancial: la faena de Fabián Barba, el puyazo de César Morales, tumbos, cogidas, seis matadores -aunque sólo vimos a uno-, coraje, miedo, hazañas, flaquezas y lo mejor, un público reflexivo que entendiendo la intensidad del drama del toreo, entre otras cosas, mandó callar la música. Es que como el encierro era de verdaderos toros, la gente se había puesto seria, decorosa, grave.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México