Con esto de aprender a desaprender, uno siente que el tiempo, dinero y esfuerzo invertido en los estudios elementales, fueron a parar a la basura. Lo que les cuento no aparece en los libros de Historia, porque la finalidad de estos, no es relatar los hechos con apego a la verdad, sino narrar lo que algunos miopes y cortos de entendimiento pensaron que convenía. Esto viene al caso, porque anduvimos de conferencias y actos culturales para conmemorar el aniversario de la Batalla de Puebla. Como es lógico se ha hablado, y mucho, de los ejércitos y el anecdotario de la segunda invasión francesa que se prolongó hasta 1866.

 

Podríamos empezar por decir que Guadalupe no era un fuerte, sino una capilla a la que el General Ignacio Zaragoza mandó cavar unas trincheras. No fue, sino hasta 1926 que el gobernador de turno, ordenó se le hicieran foso y murallas para que realmente pareciera un baluarte. O sea, que el campo de batalla original fue transformado en un escenario más acorde con la idea que los turistas puedan tener de una fortaleza. De igual forma, habría que mencionar que no fueron los zacapoaxtlas los que sirvieron de carne de cañón el 5 de mayo de 1862, -los indígenas fueron el primer frente con que se toparon los gabachos- sino pobladores de Xochitlán, Tetela de Ocampo, Xochiapulco y Cuetzalan, entre otros. Rollo y más rollo. Podríamos agregar que cuatro días después del telegrama histórico al Ministerio de Guerra en el que el Comandante informa aquello de que “…las armas del Supremo Gobierno se han cubierto de gloria…” y reclama laureles para los combatientes nacionales, Zaragoza también afirma telegráficamente: “Qué bueno sería quemar a Puebla”. Pues nuestros antepasados estaban de luto y se negaron a aportar recursos económicos. Al final, uno no sabe a que atenerse, porque si después de pocos años,  los conservadores viajaron a Miramar por un emperador, los liberales nos vendieron para siempre con los gringos. En este país, siempre se termina por sentirse como rata en quemazón, es decir, sin saber para dónde moverse.

 

En aquella época, mientras Benito Juárez prohibió las corridas de toros, Maximiliano se aficionó pronto a ellas. El Habsburgo tuvo el privilegio dado a muy pocos extraños a los países taurinos, el de comprender el verdadero entramado que en su interior tienen las corridas. Con ello, conoció que lo de los toros va más allá de un deporte, una lucha y un desahogo sangriento alterador de la multitud que abandona los tendidos para cometer desórdenes. Lo que probablemente sedujo a Maximiliano en las plazas de toros mexicanas, fue una suerte de festejo híbrido que tenía mucho que ver con el jaripeo.

 

Ahora imagínense el cuadro, el matador Lino Zamora parte plaza. Es un hombre gordo y de vientre inflamado. Además, va embutido en un terno de manufactura casera en el que la taleguilla no es de tela elástica como la que ya se usaba en España, sino del mismo género que la casaca y el chaleco. Los bordados son fachosos y burdos, una mezcla del traje de charro con el de luces. La montera es un gorro patético que le queda chico resaltando sus gruesos cachetes. Se atusa un bigote negro. Le sigue su cuadrilla en iguales o peores condiciones. El paseíllo lo complementan diestros jinetes que intervendrán ejecutando suertes con la soga. De las tauromaquias de Pepe-Hillo y Paquiro aquí no se tiene ni idea. Tocan a toriles y aparece un toro criollo y bravucón. Los toreros jóvenes se atreven en ágiles saltos de garrocha. A continuación, entran los de a caballo. Un lazo a la cabeza y otro a las patas derriban a la bestia. El motivo: ponerle pretal para que un mocetón atrabancado le monte. Al aflojar las sogas el bicho sale reparando y acometiendo al capote que el diestro le presenta. El jinete, o desmonta o es derribado. Entonces, llega el momento de mayor lucimiento para Lino Zamora que es un gran y osado banderillero. Sentado en una silla, clava el primer par en todo lo alto. Para el segundo exige un caballo. El público, arrebatado, se rompe las manos aplaudiendo y todavía falta el éxtasis, un par al quiebro con banderillas cortas. Delirio en el tendido. Lo de la muleta es un trámite: dos mantazos y una estocada a metisaca, dada muy abajo, ponen fin a la lidia.

 

Así es que ya ven, los gustos chabacanos tienen un viejo arraigo. Por otra parte, valdría la pena conocernos a fondo y sin miedo liquidar los disimulos. Tal vez, el conocer los hechos en toda su verdad nos ayude a superar bloqueos. Bueno, eso es lo que aseguran los sicólogos.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México