Salió el otro día en el periódico: Cura que cuelga la sotana por un rato, para calarse el traje corto. El sacerdote de un pueblo yucateco, que se llama Tecoh, es aficionado a los toros. Para ayudar a su parroquia organizó un festival taurino y como, a lo García Lorca, sueña con verónicas de alhelí, se incluyó en el cartel. Echándole arte, flamenquería y mucho valor, abandonó por unas horas la sacristía y el confesionario para allegarse recursos por medio de la muy castiza tradición de las chicuelinas, las gaoneras, los derechazos y los pases de pecho.

 

El páter, que no se arredra en eso de los alternantes, colgó su nombre en el cartel junto al de Manolo Arruza, Luis Fernando Sánchez, Federico, Pizarro, Michelito Lagravere,  y el del alcalde del mismo pueblo, porque el religioso y el político tenían pendiente una revancha torera, pues hace un año hicieron lo mismo en un mano a mano. El festejo se llevó a cabo en la plaza de toros de Mérida y el resto de la organización es fácil imaginarlo: Algún ganadero que aporta un eral, un matador que paga su toro y las personas pudientes y liberales que abren la cartera para ayudar con los gastos. Las ganancias sirvieron para equipar talleres y trabajar con los jóvenes de la parroquia con el fin de enseñarles un oficio y alejarlos de las cantinas y de las drogas.

 

Me he interesado por la polémica generada sobre la corrección y la incorrección del asunto. Tantas opiniones encontradas marean. Gente corta de visión y además, envidiosa, no puede dejar atrás el paradigma de que la más intensa emoción a la que un cura tiene derecho es a merendar churros y chocolate con los carcamales del pueblo. Los argumentos son los de siempre: Que si un sacerdote no debe distraerse con estas cosas; que si hay mejores formas de allegarse recursos. Que lo de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio son chaladuras. En el debate no han faltado, claro, las alusiones a la defensa de lo animales, aunque el hombre que recibió la alternativa en el seminario se mantenga firme con aquello de que la lidia fue a la usanza portuguesa, es decir, sin lastimar a los toretes.

 

En contra parte, enaltecido por sus feligreses aficionados a los toros, allá va el clérigo dispuesto a hacerlo mil veces, que para eso le corre sangre torera por las venas. Seguro, partió plaza soñando con una faena a lo Morante de la Puebla y ojalá le hayan embestido. Existen cosas como la tauromaquia que son mal vistas, porque nos han lavado el cerebro y quieren que perdamos hasta el último bastión de nuestra identidad. A su vez, siempre ha habido gente estúpida dispuesta a decidir qué tienen que hacer los demás con su pensamiento, sus aficiones y su vida.

 

Por eso, el valor del presbítero de Tecoh tiene doble fondo. Uno que lo lleva a los medios del ruedo a citar al morlaco y otro que junta para plantarle cara a los mezquinos. El coraje de este torero –porque el título se lo ha ganado a pulso con gesto de hombre y dos cojones-  me ha hecho recordar a otro valiente del mismo gremio: Allá en el pueblo materno, había un cura joven y endeble, de rostro lampiño, expresión de fracaso y ojos tristes. A veces, tocaba la puerta para que yo lo acompañara a cualquier rancho en el fondo de la cañada. Buscaba compañía las noches de mal tiempo y que lo llamaban porque era urgente untar los santos óleos y ayudar a alguien a palmar con dignidad. La lluvia serrana caía pertinaz y las bestias que montábamos se sumían en el lodo hasta la barriga o las herraduras sacaban chispas al resbalar sobre las lajas, mientras la presentida profundidad del voladero nos sumía el estomago. Recuerdo su silueta negra cabalgando al frente. Cuando pienso en él y en que la mayoría de las veces habrá recorrido en solitario aquellos caminos, me conmueve saber que a pesar de su debilidad y su tristeza, el tipo, cabal, estaba dispuesto a cumplirle a su grey aunque le temblaran los huesos de jindama.

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México