Tenía rato que el firmante no salía de la plaza con esta sensación de plenitud y sin que le carcomiera el remordimiento de reconocerse como un elemento más de la comparsa. Me acuso, sí, he sido de los que cantan oles escondiendo las objeciones bajo la lengua. Cuántos faenones coreados sabiendo que se la estaban bordando al benjamín de la ganadería de turno. Cuántas hazañas ante animalitos de casta rebajada, a los que las figuras les restriegan los bordados de la taleguilla en los pitacos y las bestiecitas no alcanzan sino a arrimar el morro para olisquear la tela como lo haría Pluto el de Walt Disney.

 

El domingo, parecía que lo mejor de la corrida iba a quedar en la impecable y viril lidia de castigo que brindó José Mauricio, cuando por la puerta de toriles que aparece “Príncipe” de Los Encinos, la casa ganadera de don Eduardo Martínez Urquidi. Un cárdeno claro con mucha estampa, además, pasado de moda, pues venía ensortijado con un  par de pitacos de los que ya ni se usan. Peso, edad y trapío de nivel guapo correteando por la arena. Entonces, como una galera solitaria que abandona el puerto para liarse a cañonazos con un acorazado, Fermín Espínola que se aleja de la tronera y que empieza a dar capa extendiéndose en mandiles. Para llevar al torazo al caballo empleó el quite por los adentros, o sea, chicuelinas andantes utilizadas para entregar en vez de quitar, al cornúpeta al picador. Luego, que se adorna en un quite por navarras y todavía, ondeó trapo en una brionesa larga como pincelada de El Greco. Cuando el clarín sonó a banderillas, el toro ya había acometido con claridad y bravura casi veinte veces y todavía faltaba la mejor parte.

 

A la hora de desplegar la muleta, el matador Espínola sonreía sabiendo que se había topado con un tío de bandera. Pasando las cuentas de derechazos y naturales decía los misterios, mientras el cárdeno nos emocionaba con todas sus virtudes: casta, fijeza, nobleza y principalmente, movilidad. “Príncipe”, fue ante todo, un toro emotivo. Para estos momentos de la obra, el toreo ligado provocó que los simples empezaran a pedir el indulto. A la sazón, Fermín Espínola cargado de dignidad, profesionalismo y decencia, es decir, con muchos cojones y vergüenza torera, que voltea a mirar al apoderado y como no había indicación otra cosa, nada de venderla con queso evitando plantar cara mediante la búsqueda del perdón de la vida al toro. Sin mayores trámites y con mucha honradez lío la muleta, montó la espada y que se tira a matar dejando un espadazo para ejemplificar tratados de tauromaquia.

 

 

Hay tardes que redimen toda una vida. Esta era una de ellas. La bravura de un toro, el pundonor de un diestro y la fidelidad a un sueño de un ganadero, habían borrado la acumulación de infamias. La última lidia del domingo, más que una faena fue una renovación de mis gastados votos como aficionado. Así, algunos hombres y algunos toros por méritos propios forman parte de mi inventario: La ocasión en que al pie del convento de San Francisco en Tlaxcala, Antoñete se tardó un rato largo en cuadrar al cárdeno que no igualaba, con su enorme oficio lo volvía a pasar hasta que lo dejó como él quería, entonces, lo mató de un estoconazo en todo lo alto. David Silveti veroniqueando a “Mar de Nubes” y la media con que la inconmensurable serie fue compilada. El Pana esculpiéndose a sí mismo en el trincherazo mágico a “Rey Mago”. La corrida de los berrendos de García Mendez en Puebla; “Cigarrito” de Piedras Negras; “Tintorro” de Vistahermosa; “Azumatli” de Tenexac que herido de muerte detuvo el reloj en un crepúsculo ensangrentado y apuntalado en su corazón de cantera se resistía a desplomarse.

 

Ahora, el asombro y la emoción ante este par inmenso borrando los linderos, el de “Príncipe” de Los Encinos y su matador Fermín Espínola. Y asombrado y feliz como el viajero que regresa a su lugar, yo, que por el penacho de Moctezuma había jurado no volver a los toros en mi puta vida.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México