Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Fue tarde de una tristeza azul y cristalina. No había casi nadie en los tendidos. Es lógico, si ya no se pelean los boletos para ver José Tomás, menos dejarán el recalentado de la cena navideña para cambiarlo por un resfriado adquirido a conciencia en el cemento helado de la Plaza México.

Fue una tarde de esas en las que uno puede romper en llanto sin ningún motivo. La plaza es un desierto para uno sólo y revisar la fila y el número de asiento sólo es un formalismo, porque se puede sentar donde le venga la gana sin que exista el menor riesgo de que aparezca el propietario del boleto que da derecho a ocupar ese lugar. Una corrida de Navidad con tres humildes de la fiesta anunciados en el cartel, no mueven a nadie. Así está nuestra moribunda fiesta. Mejor dicho, así la han dejado los dueños del negocio.

Sin embargo, como una flor que nace y crece en el pavimento, así brotó el buen toreo. Los toros de Rancho Seco fueron unos señores de seriedad adusta, saltillos y santacolomas, dejaron en Apizaco a sus suavotes hermanos murubes que tanto le gustan a los señoritos de a caballo, para dar vía libre a la bravura de su casta. Por su parte, Fabián Barba,  Antonio Romero y Gerardo Adame se pusieron de acuerdo para ayudar al solecito mustio a que calentara un poco más el ambiente, además, como los toros lo eran sin objeciones, no hubo caricatura dominical y si faenas cargadas de intenciones y voluntades.

Lo malo es que no lo vio casi nadie. A la fiesta de toros mexicana se le pueden colgar muchas frases, por ejemplo, que ya está en las últimas, que vuela tocada de un ala o, mejor, para decirlo en su propia lengua, que ya tiene media estocada en todo lo alto, que falta poco para que le vea las patas a las mulitas.

Una corrida como la del domingo, no interesa a nadie y no tiene la más mínima derivación. ¿Qué hubiera pasado si el voluntarioso y valiente Fabián Barba borda un toro?, ¿si el entregado Antonio Romero se acomoda con el quinto?, ¿si el fino Gerardo Adame consigue hacer una faena de valor incalculable?. Nada, no hubiera pasado nada, porque en el toreo mexicano ya no existe la trascendencia. La corrida se dio con, tal vez, menos de mil asistentes a la grada, los que la vieron por televisión se habrán dormido en sus sillones.

Como un páramo hemos dejado a la fiesta. Hemos sido todos, los empresarios incompetentes que quieren llevarse la pobre bolsa, los ganaderos que se prestan a embustes con tal de ver sus divisas anunciadas en la temporada grande, las figuras que viven de la falsedad y han mandado corromper todo lo que gire en torno al toro, los críticos que inventan atrocidades con tal de justificar a los toreros tramposos y sobre todo, el pasivo público que no exige nada.

La heroicidad de estos tres toreros sólo nos ha servido para darnos cuenta de lo grave que está la fiesta. Con que saña la tratamos, después de recortarle los pitacos, darle vara hasta dejarla desangrándose parada y pinchar y pinchar en hueso, ya casi la matamos. No fue por la resaca que la tarde azul estuvo tan triste, fue por ver que la hemos dejado para el arrastre.