Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

En la versión digital del diario La Vanguardia, me encuentro con el siguiente encabezado: “Piden el cese de presidenta de La Malagueta por arbitrariedad e animadversión”. ¡Alerta!. ¡alerta!, preparo los pitacos, esto puede servir para tirar un derrote a las femorales. Aquí, sólo hay dos sopas, me digo, o la señora se está propasando en el disfrute de su coto de poder, o quiere poner orden en el productivo negocio del “por mis huevos”  y los afectados se han calentado tanto, que se pueden asar chiles en sus lomos.

En el cuerpo de la nota firmada por la redacción, me entero que la Unión de Toreros, la Asociación Nacional de Organizadores de Espectáculos Taurinos, la Unión Nacional de Picadores y Banderilleros y por si faltara, cómo no, ellos también tienen su corazoncito, ¡la Asociación Nacional de Mozos de Espadas!, están poniendo el grito en el cielo porque la señora Ana María Romero Fernández, presidenta de la plaza de toros de La Malagueta, está ejerciendo su gestión, la cita es textual: “con arbitrariedad en reconocimientos veterinarios y animadversión a las figuras y a ciertos ganaderos”.

Investigando en otras páginas electrónicas, encuentro que en el documento presentado al Ministerio del Interior español, las cuatro asociaciones taurinas la acusan de: “un proceder arbitrario y lesivo, principalmente en lo que atañe a las decisiones tomadas en relación con la aceptación y rechazo de reses tras los oportunos reconocimientos veterinarios y con la concesión de trofeos”. Ya salió el peine, pienso, y viene con piojos.

Si las cosas allá, son como en casi todos lados, la señora Romero se está oponiendo a que los participantes en una corrida hagan lo que les sale de los cojones, claro, bajo la consigna de “aquí manda el más poderoso”. Que una mujer eche a perder el negocio es cosa que no se puede tolerar. Supongo que la queja se debe –supongo, pero, si ustedes gustan, apostamos- a que la presidenta regresa los merengues que no cumplen con el reglamento y no regala orejas a los del G-5. Actuar pronto, hay que detener a esta contestaría inquietante y peligrosa, puede que devuelva el gusto por la verdad y eso no conviene a los amos de la tauromaquia.

Así, a ciegas, me pongo del lado de la presidenta. Lo hago por tres razones, porque estoy seguro de que quiere poner orden. Segundo, porque el que esto firma enarbola el estandarte de los que velan por la dignidad del toro. Por último, porque es una mujer muy guapa y además, rebelde.

En una fiesta cada vez más monótona y muy propensa a romperse los cuernos por sí sola, el gran protagonista de la tarde, o sea, el de los cuernos, ha sido desplazado de su papel principal. De ser el actor más importante en el guion de la corrida, lo han convertido en un material dúctil al que se le cortan las orejas con la mayor comodidad y frecuencia posible,

Por eso, aplaudo cuando en alguna plaza de la geografía taurina surge un quijote que quiere que esto siga con toda la emoción exigida y no como una pantomima abominable; alguien que en un afán de que las reglas sean respetadas cabalmente, con todas las agallas pone una barrera para que toreros, ganaderos y empresarios, dejen de pasarse de listos y que, de una vez por todas, aprendan que a la afición se le respeta.

Además de las acusaciones mencionadas, a la presidenta le champan que es escritora y crítica taurina, por lo que, a juicio de los acusadores, puede haber “decisiones condicionadas”. Sirve todo lo que ayude a deshacerse de alguien que obstaculiza la fluidez de los rendimientos fáciles.

El toreo es un ejercicio de nobles ideales. Así, que, señora Romero, si usted está bloqueando al “perritoro”, al toro posmoderno, y todos los eufemismos con los que denominamos al pobre desplazado, y que además, está aminorando esa orejitis aguda que da risa, eche pa’lante que la tarea es titánica, ¡suerte y larga vida en el palco!. Acúselos de misóginos y sexistas, haga lo que tenga que hacer, pero por piedad, si está usted defendiendo la fiesta, como decimos en Mexico: ¡no se raje!.