Con el alma en un hilo, los pelos de punta y la emoción a flor de piel, nos mantuvo a lo largo de la lidia. La faena fue muy limpia, adornada de manera adusta y con los pies clavados en los linderos mismos de la muerte.

 

El toro -que en esta ocasión sí era un verdadero toro- no tenía un solo pase y sí unas ganas tremendas de echarle el guante, mismas que se hicieron presentes cada vez que el morito se detenía a media suerte, justo a la altura del vientre de matador espiándolo a punto de largarle un hachazo. Los muletazos fueron secos, contundentes, modelos para ejemplificar lecciones de tauromaquia. Tratado de ética del toreo, en la faena cupieron todos los valores propios del oficio: sensibilidad, sacrificio, entrega, el valor sereno, la vergüenza torera, los motivos de un diestro joven, las sinrazones de un hombre que expresa su vocación acercando las femorales a los pitacos. También englobó la memoria y el presente, el coraje, la decisión, la esperanza, el triunfo y la supervivencia. Todo bajo el cielo gris de una tarde otoñal, a la hora en que ya se habían encendido las lámparas y la torre del campanario se levantaba imponente mientras la sombra densa de la tragedia planeaba sobre la arena.

 

Créanmelo, no hay crónica, información de los portales taurinos, ni noticias de la prensa, que logre transmitir de forma categórica y estremecedora, la manera tan desparpajada con que Alejandro Talavante se jugó la vida. En medio de la desvergüenza contemporánea, parecía incongruente, cuando esperábamos que se diera lo opuesto, es decir, que tomara grandes precauciones si estaba anunciado para actuar dos días después en la plaza grande.

 

Pero no. No fue así. Barriendo los lomos, desengañado al toro de Barralva, enredándose en pases inmensos, nos contó la verdad de un mundo de proezas ya olvidadas, de gente que siempre supo imponerse a su miedo, de trascendencias contenidas en el juego inútil del toreo. Así, bravamente fiel a su profesión y a su tauromaquia, como si sus riñones y su vientre rozados por los filos de la muerte fueran un borrador, limpió las mentiras que tantas tardes empolvaron la emoción hasta hacerla desaparecer. Borró el entramado de las complicidades, el fraude anunciado corrida a corrida, la trampa artera, las infamias enhiladas, la incompetencia de los que quieren ser pero no pueden, el cinismo de los que pueden y no quieren, y luego, descarados, salen en la tele dando más explicaciones que una hija soltera embarazada.

Al espada extremeño nunca le tembló el pulso, ni siquiera cuando el toro tuvo tan cerca la mano que sostenía el estoque y que olisqueó acercándose paso a paso, para que en el último segundo, el derrote fuera desviado por la franela en un cambiado por la espalda que nos hizo ahogar un grito de espanto. Háganse a la idea lo que eso significa ante un toro con cuajo y con más ganas de levantar al torero que de perseguir el trapo.

 

Luminoso en su vestido de purísima y oro, plantado en la inmensa soledad de los medios con su muleta bien cuadrada desgranando pase a pase la verdad pura a naturales, derechazos, trincherillas, pases cambiados y una arrucina perdida entre los manojos de muletazos, nos regaló su ofrenda para que los hastiados, los desencantados y los escépticos, renováramos nuestros votos de fidelidad al toreo. El día de Todos los Santos, salimos de la plaza de Tlaxcala seguros de que nuestro mundo es otra cosa, es nuestro y lleno de trascendencia porque va la vida encausada por la muerte. Torear es algo más que dar pases bonitos. Merced a Alejandro Talavante hemos soñado un sueño ajeno, algo que no debería sonar extraordinario, porque los aficionados vamos a los toros a soñar el sueño de los toreros.

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México