Aseguran entendidos y conocedores, que  habían pasado veinte años sin que los magníficos piedrenegrinos pisaran arenas capitalinas. Con ese cuento chino de los toros para las faenas de cien pases, hemos ganado en estética, pero hemos perdido la añorada emoción. Y como en lo taurino privan mediocridad, manipulación y mala leche, uno está hasta la coronilla de ver siempre a los mismos hierros, a pesar de que algunos de ellos  desde hace muchos años no han visto pastar en sus potreros a un ejemplar verdaderamente bravo. En cambio, hay encierros estupendos que se van a la carnicería o son matados en San Juan de los Petardos sin mayor gloria. Como si las ganaderías que no se sumaron a los caprichos de algunas figuras y atesoraron incólume la bravura, solo sirvieran de comparsas o de proveedoras para feriecitas pueblerinas.

Sin embargo, hete aquí que la plaza de un restaurante empieza a dar novilladas sabatinas y poco a poco, van madurando sus temporadas, hasta que un día nos detenemos para enterarnos que el serial de Arroyo es, en cuanto a las filas de aspirantes, lo más serio y destacado para presentarse ante la afición más conocedora del país. Y ahora, anotándose otro punto a su favor, sacan del olvido a la divisa roja y negra, la de mayor prosapia en el continente.

La clave estuvo en la bravura y por tanto, en la movilidad, aunque un toro se puede mover, llenar mucha plaza, incluso atragantarse en las suertes y no ser bravo. Pero en este caso sí, la movilidad era resultado directo de la bravura, es decir, de esa cualidad que parte de la primitiva fiereza y que ha sido modificada por la mano del hombre, para obtener un resultado muy bello: la lidia. Es que esta casa madre es una garantía de interés y todo lo que acontece en el ruedo tiene trascendencia. Los cuatro del encierro demostraron categoría de verdaderas reses de lidia. Nosotros los aficionados que en su mayoría venimos porque nos convocó el encierro, a pesar de la inexperiencia de los valientes novilleros, no salimos defraudados. Los saltillos de don Marco Antonio González se comportaron a la altura de su centenaria tradición dando muy buen juego, siempre desarrollando buenas cualidades, creciéndose al castigo y embistiendo con fijeza, nobleza y prontitud a los engaños. Cuando un piedras negras campea en el ruedo no se pueden tener las confianzas que se les hacen a los moritos bobos. Eso marca la diferencia. A los toros se les puede apreciar desde diversos puntos de vista, el del torero por supuesto, el del ganadero, empresario, espectador y el del aficionado. Como tal, se agradece un encierro nervioso, bravo y encastado, bureles a los que los coletas tienen que plantarles mucha carga testicular, no como a los encornados chuletones más insustanciales, empalagosos y blandos que un camote de Santa Clara olvidado al sol.

 

 

 

 

Crónica de José Antonio Luna