Los minutos transcurrieron lentos mientras el cárdeno correteaba abanto del burladero de aguantar, al de matadores y luego, al de la porra. Por fin, ocurrió el milagro. San Rubén Ávila intercediendo a favor del panadero le hizo el favor divino estrellando al toro contra los tableros, que del trance salió despitorrado.

Al día siguiente y los que van de la semana, se ha practicado lo de no nombrar a las cosas por su nombre. Algunas crónicas han dado más pretextos que una hija soltera embarazada. Como argumento de una cinta de Luis Buñuel los ha habido de marcado enredo surrealista. No faltó, también, quien llamó acabado al diestro de Apizaco. Ni una cosa, ni la otra. En torno al primero de lidia ordinaria, se escribieron artificios como que el toro se rompió el cuerno en el toril y así salió al ruedo, por lo tanto, al chocar con la madera se hizo añicos la defensa. Hubo quien vio al morito reparado de la vista adjudicando a la invidencia el encontronazo de la fractura. Otros, lamentaron sin más el suceso y vámonos. No hacía falta tanta urbanidad, la controversia es dama de compañía de Rodolfo Rodríguez.

Por si algo faltara en el escándalo, al merengue lo salió a matar el sobresaliente Luis Gallardo. Quien enarbolando en su estandarte la leyenda de prosapia de “hora es cuando chile verde le has de dar sabor al caldo”, se dio vuelo toreando. A cambio, El Pana desde el maderamen observaba la escena imperturbable.

Al toro accidentado lo sustituyó un inválido. El reserva fue de la ganadería de Ordaz. Aparte de débil, con su sosería y mansedumbre, sólo sirvió para poner en evidencia que esa tarde ni las musas de la inspiración, ni los duendes del ingenio, asistirían al veterano matador. El mar del trincherazo mágico dormitaba en la bamba de una muleta en calma, sin la menor posibilidad de arrojar a la  arena la ola cárdena del toro hipnotizado.

Rodolfo Rodríguez, el brujo, el genio, el encantador de toros bravos, no precisa de compasión ni de eufemismos. En su última comparecencia en la Plaza México pegó petardo, estuvo pusilánime y fatal, de pena,  y en el naufragio de la indecisión y la incertidumbre, nos arrastró a nosotros sus seguidores. Sin embargo, al igual que él, estamos acostumbrados a rehacernos en playas desoladas. El trueque vale mucho la pena: tardes gloriosas a cambio de desencantos escandalosos. Por esta vez, el hechicero no pudo transformar un instante en un para siempre. Pero ya vendrá otra. El Pana de los destellos fulgurantes y las mil noches del olvido, el de la tafallera rediviva y el trincherazo deletreado, el de las luces cegadoras y las sombras patéticas, el de los delirios estremecedores, alguna tarde nos compensará el mal rato. Nosotros a la espera, lo seguiremos venerando igual. Sabemos a ciencia cierta que en eso estriba el sortilegio, en que El Pana nunca fue de fiar.