El toro de lidia nace para morir así. A pleno sol y con la prebenda de llevarse colgado de los pitones al hombre que lo está burlando. No nace para fenecer en un matadero infame que huele intensamente a sangre y en el que se escucha el berrear enloquecido de los otros bovinos que serán sacrificados, mientras que en la lúgubre penumbra de pasillos pegajosos adivinan por instinto la presencia ineluctable de la muerte.

 

Asimismo, las corridas son inventario cultural de la humanidad merced a la intertextualidad del arte que las eterniza en otras disciplinas. Por decir algo, un par de banderillas perfecto de Rodolfo Gaona en los sanfermines de 1915, dio pie a la famosa fotografía de Aurelio Rodero y muchos años después, esa imagen llevó a Humberto Peraza a crear la bellísima escultura de El par de Pamplona. Por otra parte, lo del toreo es patrimonio inmaterial porque de la obra taurina efímera y coincidente no quedan testimoniales, salvo el recuerdo, la tradición oral que pasará de un aficionado a otro y algunos videos que no alcanzan a revivir el momento en todo su esplendor.

 

Con la sesera caliente y repleta de conclusiones como las anteriores, disfrutando el recuerdo de ponencias inolvidables, por poner algún ejemplo traeré al caso las reflexiones de la doctora Natalia Radetich Filinich, A propósito de una fotografía de Manolete –hasta el título tiene cante y lírica- vuelvo del Coloquio en el que participé la semana pasada en Tlaxcala. Se departió de toros, de cultura, de patrimonios y de la necesidad urgente de su reconocimiento por parte de la Unesco.

 

Si veníamos de hablar con pasión desaforada del animal mítico y de los atrevimientos del héroe solitario que lo cita en el centro del ruedo, por apremio, faltaba un remate de taurinismo que nos extasiara. Nos fuimos a la Plaza México buscando la estela de un capote que descorriera los colores rosas de la tarde y de una franela roja que echara más arriba el cielo. Entonces, Sebastián Castella tomó la muleta perfectamente doblada, colocó el estoque encima de ella y se alejó de la barrera con la montera en la mano derecha. Desde la zona del abandono inmenso que son los medios, brindaba su faena a todo el público cuando el toro se arrancó de improviso hacia él. A la sazón, con la elegancia de un aristócrata y la fantasía de un mago que suspende a los que lo admiran, desplegó el trapo y pasó de largo a la fiera. Acto seguido, terminó de hacer el brindis, mientras “Habanero” de San Isidro lo esperaba alucinando. El detalle tuvo el encanto de las cosas del toreo que suceden solo una vez en la vida.

 

Luego, vino la faena de una belleza serena y colmada hasta llegar a los muletazos con el cartucho cerrado y que después nos dijeron se llaman castellinas.

 

Por todo ello, entre la práctica y la teoría del toreo con todo su esplendor, reconocí a mi padre que me enseñó a asomarme al ruedo. Ante la mágica belleza del juego, siempre me llené de asombro sin alarmarme por la sangre derramada. Porque al pronunciar frases misteriosas y palabras emocionantes: Poder con el toro, vergüenza torera, jugársela como un hombre, temple, coraje, dignidad, gloria, dinero, vida, muerte… me estaba dando las claves que decodifican el mensaje que el rito deja después de la corrida. Pasaron muchos años para comprenderlo. Cuando él hablaba de toros, lo que hacía era referirse a la existencia. Me queda claro, aunque muchos otros no quieran entenderlo: La escena de un hombre que con la tranquilidad de quien entra a un salón y pide un café, mirando en derredor dedica su actuación a los demás antes de tirarse a matar o antes de morir, justifica con mucho la muerte a estoque de un animal tan magnífico y tan noble y tan bello.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México