Como en muchas historias de la torería, Laurentino José López Rodríguez descubrió su vocación en la grada de la plaza de toros. A partir de entonces, no tuvo más lecturas ni otro tema de conversación que las de trasfondo taurino. Debutó vestido de luces en 1944 y dos años más tarde ya era un novillero triunfador solicitado por las principales empresas. Tuvo tanto talento que Don Dificultades, crítico y apoderado de lujo, algún tiempo llevó su administración. Fue el periodista quien le firmó la corrida de su presentación en la Plaza México. Era una tarde lluviosa, festejo de cuatro alternantes para matar utreros de Chinampas. Ante el cuarto, Joselillo, como ya se le había bautizado, bordó el toreo que llevaba en los adentros cortando el rabo a “Campero”. El público que hizo una mala entrada no se movió de sus asientos a pesar del clima húmedo. Ganó tanto cartel, que tras los setecientos pesos cobrados es esta presentación, Don Difi exigiría diez mil por la repetición al siguiente domingo.

 

La carrera del joven coleta estuvo colmada de triunfos y fue vertiginosa. Sin embargo, a la sombra de los logros estaban las voces de los patrioteros que no le perdonaban su nacionalidad española y los desprecios de los peninsulares que lo consideraban un rojo que había cruzado el océano escapando de las venganzas franquistas. Por si fuera poco, La Porra le hacía la vida de cuadritos. Estamos en la tarde del 28 de septiembre de 1947. Novillada de la Prensa. En el cartel cuelgan los nombres de Pepe Luis Vázquez, el propio José Rodríguez y Fernando López El torero de canela. 6 de Santín 6. “Ovaciones”, el quinto de la tarde, es recibido por Joselillo que va vestido de rosa pálido y plata. La mirada desafiante, en la mejilla derecha una cornada de espejo -así se les dice porque el torero la ve todos los días al afeitarse- y siempre la expresión de profunda nostalgia en su rostro. Joselillo se ciñe en los lances de recibir. El público le exige cada vez más, pues no le consienten que hubiera transformado el dramatismo de su lidia por un quehacer de sagaz inteligencia torera. Lo que pedían era la taleguilla rota y el aroma dulzón de su sangre. Después de un trasteo vehemente y poco reconocido, el torero se ajusta en unas manoletinas electrizantes. En la última, la fiera tira un derrote horrendo que engancha al joven en el triángulo de escarpa, la voltereta es impresionante. Sin embargo, el valiente novillero se levanta a seguir toreando cuando los que han ido al quite, por el chorro de sangre, se percatan que la cornada es muy grave. Tanto así, que en cuanto puede, el doctor Rojo de la Vega mete la mano para apretar la arteria rota y contiene la hemorragia. La multitud se espeluzna, por unos momentos ha olvidado esa obsesión por enjuiciar y condenar a un ser diferente a lo convencional. Es demasiado tarde. Dieciséis días después, el 14 de octubre, José Rodríguez Joselillo a consecuencia de la cornada, muere de embolia pulmonar. Lo demás ya se sabe, ese monstruo ingrato que es la afición, después del acostumbrado requiescat in pace lo echó al olvido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Crónica de José Antonio Luna.