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Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

La nube era un cúmulo enorme de cresta rosada. Paz dijo que seguramente helaría al amanecer. Ella, Mosi, Mar, Sabo y el que firma este texto, fuimos cómplices por habernos quedado para nosotros toda la belleza y grandiosidad de la tarde. El campo de colores de oro y matices en verde se ensanchaba hasta los montes del contorno, donde serpientes de luz recorrían un cielo encapotado. Cada minuto se desgranaba entre la melancolía dejada por un pasado espléndido y ya ido para siempre, sumada la ternura de una amistad entrañable y la cercanía de los toros bravos que pastaban a lo lejos con beatitud de monjes y haciendo concesión a las garzas que picoteaban junto a ellos.

Sabino comentó que su última corrida, la de Tlaxcala el día de Año Nuevo, salió encastada, que entre lo bueno y lo mejor hubo dos superiores. Se lo creo sin dudar un ápice. Me gustan estos cárdenos casi ensabanados. Me gustan en fenotipo y me encanta como se portan en la plaza. Son toros bravos y nobles, entendiendo que hay que poderles primero, para torearlos bonito después y eso, hace años, fue la esencia del toreo.

Siendo una veta enorme de bravura, Tenexac nunca ha ido con un encierro de toros a la plaza de Insurgentes. Novilladas de este hierro, sí se han lidiado allí y con éxito. Es que en este México bárbaro –John Kenneth Turner nunca se imaginó que su epíteto sería tan preciso- siempre pierden los buenos y ganan los malos. Aquí, la gente brillante se queda con un palmo de narices y los inferiores cruzan la puerta marchosos. En este país de mis cojones, la gente valiosa perpetuamente pincha en hueso y además, se lleva una cornada en los huevos.

En lo taurino tenemos harta guasa. Por ejemplo, dicen que en el campo no hay toros con trapío y los de Tenexac no van a la Plaza México. Por otro lado, Fermín Rivera, siendo el mejor torero nacional, se queda fuera de la parte prominente de la temporada grande, ocupando su lugar media docena de anodinos.

No sé si es madurez o tremenda decepción, pero cada domingo me gustan menos las corridas. Sin embargo, me estoy volviendo un gran adepto a particularidades. Soy entusiasta de los toros de Tenexac y algunas otras ganaderías, muy pocas, contadas con los dedos de una mano. Me enfervoriza el toreo de Paco Ureña, por supuesto, el de Fermín Rivera, y el quehacer de Luis Bolivar, Rafaelillo, Fernando Robleño y unos cuantos más. Ya no leo las crónicas ni los artículos de fondo, porque en casi todos hay un triunfalismo a ultranza, pero me gustan mucho las letras escritas por la trilogía de los Antonios: Burgos, Caballero y Lorca. Ahora, soy más devoto que nunca de la feria de San Isidro, aunque cruzo los dedos ante la llegada de los tiempos ligeros de Simón Casas. Me he resignado y acepto el consejo: dos corridas en Madrid valen lo que treinta en las plazas de nuestro territorio.

Hacerse mayor –si quieren pongan viejo- tiene enormes ventajas. Parece que te has amargado, si bien, lo que pasa es que te has vuelto más selectivo. Ya no estás dispuesto a perder el tiempo viendo lo que no quieres ver y oyendo a quien no quieres oír. A mí me gusta el toreo fascinante, puro, peligroso y cargado de arte, el que me hace sentir un profundo respeto por el torero que posee la osadía magnífica de realizarlo. Y eso, se puede alcanzar con toros de casta, poderosos y soberbios, tan bravos como los que nosotros, desde el poyo junto al portón de la casa en la hacienda de Tenexac, la otra tarde, veíamos pastar a lo lejos.