En el ruedo, Daniel Luque con unas verónicas impecables está dando las buenas tardes al tercero. Nadie jalea nada. Lo hecho ha sido muy bueno y cuando cierra la tanda recogiendo trapo a la cadera, apenas se escucha una ovación discreta. Hay un silencio malhumorado, como si los asistentes no esperaran mayor cosa que pasar el rato.

En una tarde de toros caben los silencios, incluso los hay míticos como los de la Maestranza, pero no tienen lugar los mutismos demasiado prolongados, porque el toreo está compuesto de diálogos. El principal –indiscutible- se da entre el torero y el toro. Es una conversación sin palabras, con un lenguaje paralingüístico que los dos seres, con sus aciertos, interferencias y decodificaciones erradas, desde hace más de tres siglos mutuamente han aprendido a descifrar. Es verdad que los toreros le hablan al toro al momento de citarlo, le llaman “bonito”, le piden que se arranque, que no se porte mal, pero eso, más que una comunicación es un hablar por decir cosas. Al coloquio del ruedo siempre entra un tercero, un yo inmenso, colectivo, multicolor y circular que por derecho propio toma la palabra.

El yo colectivo que ha asistido a la Corrida de la Beneficencia en Las Ventas se mantiene impasible y no tiene muchas ganas de plática. Luque ha quitado por chicuelinas después del primer puyazo y a cambio recibe unas palmas tibias. Es al momento en que Morante se apresta a intervenir cuando el colectivo empieza a desperezarse y va creciendo un murmullo de expectación mientras el diestro de la Puebla se encamina hacia el toro. Las miradas se convierten en una sola mirada. Presagio de asunto trascendente. El silencio previo y expectante estalla en un ole unánime y espontáneo al consumarse el primer soplo divino. El maestro ha puesto el corazón en el capote y cimbrando la cintura despide la verónica mágica. La segunda es deletreada, honda, muy larga. En la tercera merced al temple tan desvanecido, el artista detiene el tiempo y la plaza es una fiesta. A partir de este instante las llamas de la pasión han abrazado al tendido. Cierra con una media de legítima marca Morante. Ejerciendo su derecho el matador de turno, o sea, Daniel Luque, replica y lo hace tocando el mismo palo. Verónicas que destilan solera añeja. Hasta aquí, correspondía terminar el diálogo de quites, pero el joven torero, apelando a una inteligencia brillante y a un gesto generoso con el público, se acerca al maestro y le ofrece una nueva intervención. José Antonio Morante de la Puebla, lleno de la gracia que lo lleva a olvidarse de sí mismo cuando se inspira, desmaya los brazos en chicuelinas arrastrando la bata de cola. El grave público venteño conmovido canta eufórico los oles. Cierra la serie un remate en botón de flor bellísimo que gira junto con las zapatillas. El diálogo a capa y montera continúa en la arena y ahora, es Luque el que desgrana sus chicuelinas en segunda réplica.

Luego, por si faltara, en el toro de Morante, aparece Cayetano que reclama su parte y en su oportunidad recibe con el lance de Ronda, completando con tres gaoneras. Los silencios fueron rotos a vuelos de capote y el diálogo quedó restablecido. Es que desde el 3 de junio del año en curso, la Creación, además de la Nebulosa de Andrómeda y otras magnificencias, cuenta con La Tarde de los Cinco Quites y la gente arrebatada no ha parado de dialogarlo.