Tenemos una propensión natural y estúpida a ensuciar nuestra lengua con el nefando idioma inglés rompe bolas. Por ejemplo, hace años una tienda de licores y ultramarinos –palabra ésta por demás novelesca y romántica-  se llamaba “La Sevillana” o “La Luz”. Hoy, un almacén que venda lo mismo no tendrá ningún éxito, si no pone en el letrero la advertencia extranjerizante de que es un establecimiento gourmet o delicatesen y las letras que lo denominen digan algo así como “Market and go” o “Wine express” o la madre que los parió.

Otro caso puede ser el de que en el pasado, los hombres y mujeres de entonces estudiábamos en colegios que se llamaban, por decir algo, Instituto Oriente y no crecimos con ningún trauma, ni nos sentimos poca cosa por no haber estudiado en el Cagating School, itsforyu. Al contrario, siendo el colegio propiedad de la Compañía de Jesús, siempre hemos estado –asumo que mis compañeros también- orgullosos de nuestra formación ignaciana y guardamos un recuerdo de gratitud y cariño a esos curas que nos enseñaron a pensar con un sentido crítico, mucho antes de que se pusiera de moda el “critical thinking”. Además, era tan ácido el pensamiento examinador y analítico, que uno de aquellos entrañables religiosos sostenía, enfático y orgulloso, “denle gracias a Dios que cayeron aquí con nosotros, porque los jesuitas siempre hemos sido lo menos malo de la iglesia”. Así mismo, los estudiantes que no los iban a dejar a las puertas de la institución en coche, llegaban en camiones del servicio público de transporte, mismos que en la modernidad angloparlante cambiaron su nombre por el de metrobús, o sea, metropolitan bus y con ello, uno tiene la ventaja de sentirse menos poblano tercer mundista y más neoyorkino.

El asunto es que las designaciones sajonas han llegado hasta rincones tan castizos como lo es el mundo del toreo. De este modo, a los noveles que están en camino de convertirse en grandes figuras pero que ya meten mucho varo a las cuentas de sus administraciones, en una ridícula combinación de vocablos anglo hispanos se les llama “oroboys”. Llegaremos al día en que al apoderado se le designe como manager y a la cuadrilla: team.

Ayer, en Pamplona alternaron tres oroboys, por lo menos, lo fueron algún día. Lo hicieron para matar un encierro muy parejo en tipo y comportamiento, que en los cueros llevaba el hierro del ganadero Victoriano del Río. La corrida era de gran expectación. El cartel anunciaba a Morante, al Juli y a Talavante. Y por conservar el ritmo y la rima, digamos que el festejo fue decepcionante y que las figuras se junten, resulta frustrante.

No hubo nada de nada. Sin tanta faramalla, uno termina por preferir los carteles en los que actúan los llamados toreros de guerra, esos que sin posturitas salen a jugarse el pellejo y poniéndonos  los nervios de punta, de vez en cuando, ligan una faena que contiene toda la belleza, la verdad y la trascendencia del arte taurino.

El toreo original, el castizo, realmente se conoce en estas lidias cargadas de gran crudeza y en la que viendo la leña que adorna los testuces de los toros, su volumen, la seriedad de su estampa y el coraje con el que sus matadores se imponen a sus miedos monumentales, uno respeta hondamente a Rafaelillos, Aguilares, Robleños, Castaños y demás valientes que engrosan la nómina de los bravos. Es más, para no irme en banda y con el ánimo de colarme a la modernidad, lejana la intención de seguirle partiendo la madre a la lengua cervantina, propongo que los llamemos los de la “big cojones league”. Suena bien ¿o no?.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón
Profesor Cultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México