La cosa tuvo lo suyo de metafísica. Verán ustedes, esto de la motivación personal, las auto afirmaciones y la ley de la atracción, tienen su guasa. Pues sí. El domingo en la Plaza México la corrida naufragaba en el mar de la mediocridad. Olas de mansedumbre arribaban a las playas del desencanto. El encierro de Julián Hamdan daba mucho miedo y nos tenía mordiéndonos las uñas sentados en el borde de la butaca, pero de angustia y desesperación pensando que sus débiles cornúpetas podían morir de anemia al primer capotazo y dejarnos arreglados sin Manzanares y sin nada. Entonces, al final, ya casi para irnos a nuestra casa con la memoria tan en blanco como un examen contestado por un profesor de doña Elba, Joselito Adame que despabila, poniéndole su enorme voluntad al asunto. Habrá dicho nones seguramente pensando que era la última que mataba esta temporada y viendo a los otros espadas de su generación yendo adelantados –no a todos, pero casi- por tanto, que se mentaliza y vámonos, qué suelta amarras con todo el trapo desplegado en los palos y sin dejar nada a la suerte. Marchoso atravesó la bahía del ruedo y se fue a esperar de rodillas a porta gayola. Ahí, estiró brazo en una larga que pintaba una raya rosada entre el antes y el después de la tarde. Se movió un poco, es cierto, pero a la sazón, que repite la dosis en el tercio como los demás toreros. Sabía que eso no bastaba para aterrizar la teoría de lo aprendido en el curso Cómo cambiar tu vida en quince minutos, por lo que, ahora en los medios como ninguno y con todas las de la ley, volvió a largar tela en dos ocasiones más.

 

Durante el tercio de banderillas no pasó por su mente un solo pensamiento negativo. Con fe ciega fue a poner el ombligo en los pitacos y además, pasándose por adentro, dejó los gladiolos en todo lo alto y derechitos como en un jarrón que siempre hubiera estado ahí. Luego, que despliega la muleta enredándose al toro en series armónicas y bien templadas. El último decreto lo empleó para tirarse a matar, cosa que se cumplió con el rigor de una revelación. Lió la franela, montó el estoque y se fue tras él con la convicción de un rayo. Dos orejas cortadas con talento y una voluntad sin fisuras.

 

Por otro lado, es fascinante el esfuerzo que algunas personas aplican para pegar petardos. “El sentido de las cosas no está en las cosas mismas, sino en nuestra actitud hacia ellas” dejó dicho Antonio de Saint Exupery, el de El principito. La cosa es que Zotoluco regaló un toro. Sin embargo, la actitud para lidiarlo fue la misma de siempre. O sea, toreo a prudente distancia, con más precauciones que un enfermo de orquitis saltando una cerca de púas y sin acomodarse. En esta ocasión, no hubo coba a libre acceso ni la celebración de los pazguatos. Por algún misterioso motivo, las conexiones no marcharon como estaba planeado y la seguridad relativa que es el séptimo cajón se fue al carajo. El efecto Pigmalión, ese que dice que una persona consigue lo que se propone con sólo imaginar que lo conseguirá, por algún motivo fue más allá de lo esperado y la fe cifrada en el morlaco se pasó varios metros. El torito, ahora de la ganadería de Montecristo, salió picoso y enrazado –nada del otro mundo- pero como así ya no se estilan, este hizo que el matador Eulalio López pasara las penas del infierno para despacharlo entre los pitos y las protestas del público.

 

En pleno fuimos testigos de la ley de la atracción ante dos actitudes con sus resultados correspondientes. No es cosa de echarle ganas, frase por demás imprecisa y abstracta, sino de salir a la vida con una determinación inquebrantable, es decir, con dos cojones y cara de hombre. En contraste palpable, casi siempre, quien piensa atajar, rodea. Aunque parezca un disparate, en la tradición del toreo en la que tantas veces se repite la palabra suerte, la verdad es que muy pocas cosas dependen de ella.

 

 

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México