Dicen que la mejor faena de la Feria fue la de José María Manzanares. Un gran ejemplar de Victoriano del Río, un torero que supo ponerse, que lidió con temple y a la distancia justa. Impecable, cierto, hasta ahí todo está en regla. Sin embargo, hay otra manera de ver los toros y la vida. La que te lleva a simpatizar con los guerreros que han rozado los bordes de la tumba, que convalecen silenciosos durante un largo periodo y un día se levantan a pelear nuevas batallas con más valor y con más oficio que antes. Por eso, a mí me parece que la faena más valiosa de la feria ha sido la de David Mora. Es aquí, donde entra lo subjetivo.

De estas cosas te das cuenta cuando tienes más de medio siglo de edad a cuestas y ya has aprendido a leer biografías en los rostros. El de Mora está surcado por cicatrices no manifiestas, pero dolorosas e indudables, de las que sólo ven los que saben ver. Son la marca honda que en la expresión le han dejado los ocho segundos de muerte de aquella tarde funesta, hace ya dos años, en la que el toro de El Ventorrillo lo deshilachó a portagayola y se lo pasaba de un pitón al otro abriéndole fuentes de chorros rojos, sobre todo, el de la pierna, por los que la vida se le escapaba a borbotones. Sumado lo que tuvo que sufrir después.

Dos años, ¡claro!, que se dicen rápido, pero que se traducen en varias cirugías, en siglos de angustia, meses de convalecencia, días y días amargos de incertidumbre, cientos de horas de rehabilitación, de intentos médicos y alternativos de toda clase. Luego, gracias a su casta, se recuperó en lo físico y en el ánimo, y salió una vez más a la plaza de Las Ventas a hacer el paseíllo mirando de reojo hacia la puerta de toriles donde lo desmadejaron.

No, no voto a favor de Mora por simpatía ni por sensiblero, sino por convicción taurina y humana. Su faena es la gran faena, al toro y al destino. Se necesita un carácter de acero y mucha carga testicular  para imponerse a ciertas circunstancias de la vida, a las que la mayoría no vuelve a exponerse ni de coña. Por todo lo anterior, las lágrimas se le escaparon cuando el público lo sacó a saludar en el tercio y luego, vino lo del brindis de gratitud al doctor García Padrós y por último, la vuelta al ruedo entre sollozos. A mí que pocas cosas me conmueven, me hicieron nudos en el gaznate.

Vale la pena volver al “ahí queda eso”: Largó trapo a verónicas balanceadas con sus dos medias de remate cargando la suerte, replicó a Roca Rey con gaoneras muy ajustadas a un toro que se vencía, y remató con el sello de una brionesa que barrió lomos de pitón a rabo. El resto,  eran tantas las ganas de convencerse a sí mismo, que al inicio de la faena de muleta se colocó en el camino del toro como si se necesitara ponerse a prueba y que le levantaran los pies del suelo. La escena, que vimos asustadísimos y conteniendo la respiración, fue un remolino compartido entre el diestro y el público, revolviendo los recuerdos, el miedo, el dolor y el milagro de levantarse después del golpazo en el cuello. A continuación, “Malagueño” hacía “el avioncito” y Mora lo templaba con precisión, por la derecha y por la izquierda se juntaban los ramilletes de pases.

La faena fue de gran categoría y de distancias y temple justos. El matador no se rindió ante el toro de Alcurrucen y a pesar del golpazo, mantuvo la calma y no perdió nunca la compostura. Su actuación fue artística y de buena técnica. El toro era bravo y el torero, salvo la cogida, tuvo la situación más que controlada.

Porque me gusta contemplar las circunstancias humanas, verán, yo le otorgo el triunfo a David Mora. La obra de Manzanares fue muy buena, pero es que al darle las medallas y los trofeos a Mora, implícito estamos diciendo: Honor y gloria, sí señor, porque lo que usted hace se llama grandeza del toreo y esa grandeza nos da lecciones de vida, y estás nos enseñan a comportarnos como se debe, por más seria que sea la borrasca.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México