La verdad es que podría ir al grano en directo y evitar los caminos complicados.

 

Saltarme -precisamente a la torera- aquello de que ya es bueno que termine la temporada grande, no por que en cualquier actividad sea saludable hacer un paréntesis, sino porque con dos corridas más, el firmante de este artículo hubiera necesitado un sicólogo que me ayudara a superar el trauma. “Fíjese doctor –o doctora- que tengo la insana pasión de asistir a espectáculos deplorables, en los que siento con obstinación que me están viendo la cara”. A lo que el profesional si tuviera dos rayitas de experiencia taurina me contestaría: “Por favor, no se preocupe señor Luna. Lo suyo no es delirio de persecución”. Al punto, cruzaría las piernas, para dejar sobre una de ellas el cuaderno de notas y pedirme que me relaje, mientras piensa cómo carajos empezará a tratar mi masoquismo. En tanto, el señor Luna relata que no sabe si fue una pesadilla o lo vivió realmente, pero que llovía a chorros y el ruedo había quedado como una pocilga. Entonces, veía como, uno a uno, salían seis toritos chicos que le quedaban grandes a los toreros. Las patéticas lidias se daban entre patinazos en el oficio y también, en el lodazal. Un empapado Humberto Flores se desdibujaba en medio del desastre y mataba a paso de banderillas, cosa irreprochable si se toma en cuenta las condiciones del piso. Por su parte, para quebrantar a cada descastado torito de la ganadería de don José María Arturo Huerta salían los picadores y con la saña de Haanibal Lecter, el de la película de Jodi Foster, les recetaban puyazos en promoción, o sea, al diez por uno. Luego, los matadores se hacían bolas con los trapos y con los aceros. Las angustias de esta psicosis se acrecentaban viendo como la autoridad permitía que cada quien hiciera lo que le venía en gana. Al grado de que uno de los personajes de esta alucinación llamado Marcial Herce se ensañaba con la espada de descabellar después de que el títere desde las alturas le había sonado los tres vergonzosos trompetazos señaladores de la incompetencia del matador. Y así, la corrida pantagruélica se prolongaba en una espiral interminable, pues todavía faltaba el segundo turno de Alberto El Cuate Espinosa.

 

Aunque después de este rodeo, la intención principal de esta página va a salir de rebote. Por un reportaje electrónico me entero que Simón Casas el experimentado y audaz empresario taurino está implantando tres puntos de una estrategia de mercadotecnia vanguardista. Ahora, van por la conquista del segmento joven del mercado mediante una táctica callejera que consiste en enviar a un novillero de la Escuela Taurina de Valencia, acompañado de las -en estos menesteres imprescindibles- edecanes,  a que monten una caseta en los centros comerciales de esa ciudad levantina, para enseñar a la gente cómo se cogen capote y muleta y que intenten pegar un pase.

 

Como punto número dos del plan de ventas, la empresa Simón Casas Producciones ha abierto de manera gratuita la zona vip de la plaza de toros para llevar a cabo diferentes actos. Entre ellos, un homenaje al torero valenciano Vicente Ruíz El Soro, otro para Francisco Cano, leyenda viva de los fotógrafos taurinos y la exposición de la obra: De Toreros, Cigalas, Sabinas y Calamaros, de Anya Bartels la fotógrafa alemana que ha seguido a José Tomás por todas las plazas del mundo. La colección combina fotografías de matadores y de estos cantantes que son tan aficionados.

 

Me enferma hacer comparaciones. Además, el estado de insania se agrava porque la televisión por cable no ha ofrecido el pago por evento de las ferias españolas, privación que me condena a las corriditas miserables de este Tercer Inmundo y eso, me sume en la más profunda depresión.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México