Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Esto es como el campeonato mundial de la coba. Cada quien trata de superar al otro en eso de creerse sus propias mentiras y así, pretendiendo ver la oreja a los otros, todos se engañan a sí mismos. Me explico: corrida de toros en el centro de espectáculos Acrópolis, ciudad de Puebla, México. El sitio fue diseñado para dar funciones musicales, pero en determinadas fechas se acondiciona como plaza de toros. Desde que uno llega, se tiene la impresión de que en lugar de ver toreros se va a escuchar un concierto. Con su sabor a lechuga recién lavada y según las circunstancias con las que están aporreando la fiesta taurina, al edificio le va mejor el nombre de Necrópolis.

El cartel participa que Pablo Hermoso de Mendoza matará dos toros de la ganadería de don José Marrón, además, Enrique Ponce dará la alternativa a Héctor Gabriel, con ganado por designar. Si se sabe hacer la lectura correcta del anuncio, desde aquí empieza la coba. El rejoneador ha elegido un par de toros más bondadosos que las misioneras de la caridad y entre líneas se puede interpretar, que los veedores de Enrique Ponce no han encontrado los bovinos jóvenes y de sangre boba que el diestro exige para actuar en nuestro país. Viendo así las cosas, el aficionado competente piensa que Héctor Gabriel lleva las de ganar, porque le corresponderán dos de los macarrones sobrantes, una vez que su padrino haya elegido.

Para comprobar, permítanme hacer la crónica del festejo. El público llegó al centro de espectáculos y allí se enteró que, efectivamente, para Pablo Hermoso serían los dos de Marrón, pero para Ponce -¡oh, sorpresa!- la empresa compró un par de merengues de Los Encinos. Lo sorpresivo es que no fueron “teofilitos” ni “bernalditos” ni “ferdinandos” ni de San José, hierro que debería de cambiar el nombre por el de San Francisco de Sales que es el santo patrono de la amabilidad. A su vez, para el hasta ese momento aspirante a la borla de matador, nada de Los Encinos y si una pareja de cornúpetas de Coyotepec. O sea, ninguna guapeza en el sorteo -porque, desde luego y que poca madre, no hubo sorteo-, por lo tanto, nada de “hoy es su alternativa, escoja usted ahijado”, al bote de basura las gentilezas de la vieja usanza.

El primero de Pablo Hermoso fue un toro con apariencia de becerro –no sé si capten la acidez- y el segundo, tuvo traza de novillo. Serruchito a los pitones casi hasta la mitad y, eso sí, pasos de alta escuela, galopes, recortes y giros de los caballos, que son de una belleza soberbia. Dos orejas en el segundo y al final, el rejoneador a hombros. El jinete y don José Marrón jubilosos por el éxito, no habrán pensado -¿para qué?-, que a los toros con apariencia de becerros no les tuvieron ni el respeto ni la lealtad más elementales.

Por su parte, Enrique Ponce lidió dos toros con estampa de novillos. Su segundo tuvo una nobleza fronteriza con la imbecilidad. Le pegó varias poncinas que son algo así como el medidor de la idiotez bovina. Fue un animal que tuvo la emotividad de un esquimal. Y ya entrados en zona gélida, el espada, con el colmillo de una morsa, estimuló al público a que pidiera el indulto y alargó la faena dándole las características de nuestro tiempo, es decir, mostró al toro antitaurino, al que llaman así por fomentar que la gente se aleje de la plaza, y confeccionó la faena posmoderna con todos sus atributos, es decir, desencanto, aburrimiento y desesperación. Por supuesto, el matador José Antonio Gaona que fungió como autoridad, mandó a hacer gárgaras al coleta valenciano que pugnaba por no tirarse a matar y a que las hicieran, de igual forma, los cándidos que pedían el indulto del nobilísimo y desmedido mansurrón.

Héctor Gabriel recibió el título de matador con un berrendo en cárdeno justito de presencia y el torero cumplió. En el segundo que fue un toro-toro, el recién doctorado estuvo por encima y le tumbó una merecida oreja.

Las de Pablo Hermoso y las de Ponce fueron faenas deliciosas para esos espectadores ocasionales que no volverán hasta la repetición del navarro. Florituras a caballo y toreo sin emoción, suavidad total, ningún puyazo de rigor, pases bonitos e insulsos y sumando lo hecho por los dos, nada trascendente.

“Enhorabuenas” disparadas a ultranza, ¡la he bordado! se habrán dicho los diestros españoles; ¡qué gran toro!, asegurarían los ganaderos; ¡cumbre la corrida! voz de los de la empresa. ¡Qué arte! comentarían los ocasionales. Pero, la verdad, es que la fiesta perdió una más y sumaron puntos los antitaurinos. Por eso, al saludo sacramental de: ¡Que Dios reparta suerte!, los otros deberían contestar: ¡y el diablo, coba!.