No sé a ustedes, pero a mí me encantan las novilladas. Es que son un ramo de ilusiones como si fueran claveles rojos al sol de las cinco de la tarde. Los novilleros salen a torear y algunos van con un valor indómito, a otros, en cambio, en el semblante preocupado les miras el miedo que les pone los labios de papel. Sabes que unos y otros están librando una batalla en los adentros, la de la vocación irremediable contra el miedo exacerbado. Casi siempre, en estos festejos ves atrevimientos que enaltecen el valor de los muchachos, alguien que espera de rodillas en los medios, otro que tiene la faz de color verdoso, pero que toma los palos y se la juega asomándose al balcón. Uno más que cita con el cartucho de pescado. En el tercio de quites recuerdas que existen otros lances aparte de las chicuelinas y las gaoneras, además, hay alternancia en los mismos. Creatividades y osadías que en una corrida con matadores de toros ya no pasan ni de coña.

Por otra parte, en una novillada no sientes que te están viendo la cara. Los precios de las entradas son mucho menores y, por lo general, los animales son del mismo tamaño que los salen en una corrida de toros.

Eran las cuatro y tantos de la tarde del sábado cuando se abrió por primera vez la puerta de toriles de la plaza monumental de Apizaco. Apareció un ejemplar de Tenexac. El vocablo es preciso, ejemplar es un adjetivo que deriva del sustantivo “ejemplo”, y esto era el cárdeno, un ejemplo perfecto de cómo son los toros de esa casa. Al utrero de manos cortas, cabos finos, carita chata, bien armado, fuerte y bravo como él sólo, se le veía la buena raza por todos lados. Sebastián Romero lo toreó bien de capa, pero a la hora de templar con la sarga se desconfió en los primeros muletazos, el de Tenexac aprendió rápido y empezó a buscarlo. Lo mató de una estocada de libro y el novillo tardó unos cuantos segundos en rodar sin puntilla. Por ese espadazo, a un matador de toros le habrían dado una oreja, pero el juez Alberto Vázquez no lo tomó en cuenta. No es extraño, eso también tienen las novilladas, que con los aprendices casi todos se ponen muy estrictos.

Salió el segundo de la divisa verde, negra y grana, si al escribir sobre un festejo mayor, el que firma estos renglones casi siempre tiene que recalcar que era un toro con apariencia de novillo, en este caso, lo dice al revés, era un novillo con estampa de toro y además, serió. También fue muy bravo. Encima de bien presentados y con mucha casta, los novillos tuvieron el embrujo casi extinto de la emoción, porque se movían codiciosos. Todos fijos llegaron con el hocico cerrado hasta la hora de la estocada. El balance fue muy bueno: dos novillos de nota alta en bravura, nobleza, claridad y buen estilo. Tres buenos, uno regular y el último malo.

En el tercero, Eduardo Domínguez se desdibujó. Al cuarto, Ulises Sánchez lo banderilleó con enorme creatividad y valentía, con el quinto, Fermín de la Cruz estuvo en torero con torito acalambrado. Fernando Carrillo y Alan Corona sortearon lo que menos toreabilidad tenía.

Junto con sus toros, Tenexac cría nostalgias de estampas que te hacen recordar que eso era la fiesta, un espectáculo grandioso y cargado de pasión. La novillada del sábado con los destellos de plata de los toros cárdenos de Sabino Yano Bretón fue conmovedora en cada tercio. La tarde en Apizaco no fue apoteósica sino mejor, fue autentica. Vibramos con un entusiasmo como el que sienten los diestros al haber conquistado las orejas de un toro de este hierro. Cuando uno conversa con un torero que ha triunfado con un Tenexac, le notas una emoción distinta, más honda y de mayor orgullo, la de saber que ha podido con la codicia de un animal encastado. No, la tarde no fue de grandes triunfos, fue de una dulce nostalgia, la de reconocer una fiesta que se nos fue hace tiempo y que reclamamos con urgencia.


 

 

José Antonio Luna Alarcón

ProfesorCultura y Arte Taurino

UPAEP
Puebla, México