Una de las cosas que los antitaurinos no han entendido -y como dijo don Teofilito, ni entenderán- es que una corrida, más allá de la sangre derramada, siempre brinda la ocasión perfecta para tomarle el pulso a la mísera condición humana. Por ello, dijo el filósofo español don Miguel de Unamuno -palabras más, palabras menos, la cita es de memoria- que la tauromaquia es la más ortodoxa de todas las bellas artes, porque es la que prepara el alma para la contemplación de las grandes verdades. A su vez, dicen algunos que a los toros no van a divertirse, sino a reflexionar. Juzguen ustedes: Domingo por la tarde. Clima propicio para criar pingüinos, focas y osos polares. El cartel urgente que suple al original anuncia dos toros de Rancho Seco para el rejoneador y cuatro de La Punta para los de coleta. Ganaderías de prosapia por donde se les vea. Matan el encierro Diego Ventura a caballo, José Luis Angelino y Joselito Adame, a pie. Aunque el tiempo, el espacio y las circunstancias son adversos, allí están los cabales junto a los pocos espectadores de ocasión que esta vez, el caballito ha convocado en los tendidos.

 

Sobre la arena cada quien pone lo que ha traído esta tarde. Ventura galopa a lomos de sus lujosos y soberbios caballos, pero se percibe que aún con la gran doma de los equinos, en esta fecha no ha de salirse con la suya. Unos días antes, las cosas se le pusieron cuesta arriba cuando no se sabe si por intercesión de San Librado de Trácala, patrono protector de los buenos aficionados, o porque las autoridades recibieron línea, el encierro de ranchosecos no fue aprobado. En los corrales sólo se quedaron los más presentables. Sin embargo, el primero colaboró a medias y el segundo fue un manso de libro que se aplastó a los reparos nada más sintiendo el primer rejón de castigo, brincando las tablas con la firme intención de no detenerse hasta llegar a su potrero en Tlaxcala. Entonces, con un afán de quedar bien haciendo las cosas mal, el rejoneador portugués regaló un novillo de la ganadería de don Julio Delgado, del que Dios me libre pensar, ya llevaban preparado para el remoto caso de que la situación no fuera resuelta favorablemente con ingeniosas martingalas.

 

Por su parte, José Luis Angelino acudió a la Plaza México a jugarse su última carta, que en realidad, nunca será la última. El tiempo borrascoso no le permite llegar a puerto, por lo que naufraga dramáticamente. Olas encrespadas en la espuma de morrillos berrendos lo llevan en violentos vaivenes. Averiado el timón y perdidas las velas, medroso e indeciso, desde el puente de su mal habida nave da los últimos dieciséis bandazos antes de hundirse sin comprender que los toreros por ser héroes mitológicos, no forman parte de la condición humana y que en momentos de desventura están obligados a reaccionar con estoicismo de dioses.

 

El primer: “¡carajo, no puede ser!” de la tarde, lo espetamos convencidos de nuestra mala suerte, a diferencia de los de indignación que comúnmente pronunciamos en cualquier corrida realizada en el coso de Insurgentes. La interjección acompañada de la frase de incredulidad fueron a cuenta del gran torero Joselito Adame, cuando lo levantó “Estudiante” de La Punta, que, aunque suene a incoherencia,  ha sido el primer toro con apariencia de toro en aparecer por la puerta de los sustos, siendo esta la cuarta corrida del serial mayor. Además de su buena estampa, fue un ejemplar con movilidad y emoción. El coraje y la entrega adamescas nos permitieron entender la dignidad que puede tener el hombre ante el dolor. No  apeló a la lástima y a la compasión por el sufrimiento que le causaba la herida y que le daba opción a elegir el camino fácil de la intrascendencia. Al contrario, sin gesticular se trenzó a derechazos de gran valía y aún a manoletinas de toreo verdad. Asimismo, mató bien a pesar de llevar una cornada grande en el pecho. Peripecia por la que desilusionados lanzamos el segundo: “¡carajo, no puede ser!”, al enterarnos de que ya no saldría a matar al sexto. Entonces, fuimos nosotros quienes nos resignamos a nuestra condición humana y a los límites de la de Joselito. A la deriva, en medio del caos y sin que nos importara lo chabacano que acontecía en el ruedo, todavía sin enterarnos de la enorme hombrada que habíamos testificado, nos quedamos esperando el milagro de verle aparecer, reparado y en condiciones, por la puerta de la enfermería.