Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

En el mundo del toreo pasa lo mismo.  Veíamos en clase una parte de la película Apocalypto, que dirigió Mel Gibson. Por si no la han visto, trata de un enfrentamiento entre tribus indígenas de la Centroamérica precortesiana. La cinta incluye una buena dosis de flechazos, lanzazos, degüellos y sacrificios humanos, sangre y crueldad en dosis abundante, sin que ninguno de los estudiantes se conmoviera ni dijera nada. Eso, hasta la escena en que el protagonista huyendo de sus contrarios en medio del bosque tropical, escapa a toda carrera de un jaguar con el que por mala suerte se ha topado, cuando uno de sus enemigos que lo persiguen, por la ambición de alcanzarlo, no se percata de que la fiera tiene las mismas intenciones y se pone entre los dos. Desde luego, la jaguar -era una hembra criando un cachorro- se está aplicando en hacer añicos al guerrero atrapado, cuando llegan los compañeros de éste y la matan con sus lanzas. Entonces, sí que hubo comentarios, ¡pobrecita!, ¡no se vale!, ¡qué poca…! se escuchó sobresalir por encima del murmullo de lamentos estudiantiles.

Tiene huevos, pensé -aunque no lo dije, un profesor tiene prohibidas ciertas expresiones por más que le bailen en la punta de la lengua-, lo que sí reproché fue lo siguiente: En la pantalla han visto morir a muchos guerreros y no dijeron nada, pero con lo de la jaguar, hubo conmoción sentimental.

En la alrevesada actualidad, pasa lo mismo con lo que suscita la tauromaquia. La gente se lamenta del maltrato animal, pero no de que un toro le quite los pies del suelo a un torero clavando en su muslo treinta centímetros de cuerno.  Por razones así, sugiero que es tiempo de modernizar las reglas del toreo y hay que hacerlo pronto. Cosas como las que plantean el veterinario Julio Fernández Sanz y el biólogo Fernando Gil Cabrera, en su texto “¿Cómo adecuaría la lidia al siglo XXI?”, galardonado con el premio Doctor Zumel.

Los dos científicos proponen treinta y una medidas que modifican tanto la lidia, como algunos avíos y la manera de premiar las faenas. Por ejemplo, ellos optan por modificar la puya a una de cuatro aristas, que apenas provoca una muy leve sangría. Al defender su planteamiento, sostienen que lo de sangrar a los toros para restarles poder, es un mito y defienden que lo que desgasta al cornúpeta en la suerte de varas, es empujar al caballo. También, proponen un estoque más ancho, con la punta redondeada y con el filo extendido un poco más de lo que llevan los actuales. Así, la agonía del toro sería muy breve y se evita el espectáculo ofensor para muchos, incluidos los buenos aficionados, de un toro que no dobla porque está muy herido, pero no lo suficiente para desplomarse pronto.

Nos hemos vuelto sensibleros y ya no toleramos que la gallina o el cerdo que vamos a comer, se mate en el patio trasero. Veladamente creemos que pechugas y filetes se elaboran en fábricas asépticas. En nuestro tiempo, la sangre, la muerte y el sufrimiento son cosas de muy mal gusto. Los autores del texto premiado afirman que, en proporción, un toro muy picado de manera tradicional, pierde menos sangre que la que se  extrae a un ser humano cuando hace una donación. Sin embargo, la gente posmoderna compasiva con los animales hasta el colmo, se alarma, lo lamenta y se encrespa: “La tortura no es arte ni cultura”.

Está bien modernizar a la fiesta y que se adapte a los tiempos que corren. Si yo fuera toro, preferiría morir en el ruedo que en los sórdidos y malolientes pasillos de un rastro, pero hay tardes, de pinchazos, descabellos y la madre que los parió, que la sangre quema, no la del animal herido, sino la que le corre a uno por las venas.