Tiene setenta y dos años, fuma puro y se bebe media botella de brandy en una sobremesa, siempre y cuando, la comida lo haya ameritado, a la sazón, riñones al jerez, caña de filete al orégano asada a las brasas, o camarones a la navarra. Como él mismo lo afirma las veces que los amigos discuten sobre un trasteo, las tres condiciones para valorar una faena son: primero, juzgar las condiciones del toro; segundo, valorar la actuación del torero en relación a esas condiciones, y por último la más importante, haber comido y bebido bien.

 

Miguel nació en el Valle de Jertes, Extremadura, donde pasó la niñez ayudando a su padre en el cultivo de los cerezos. Hasta que la vida lo trajo a esta Puebla de los Ángeles, dónde un buen día caminando por la Avenida Reforma como él lo cuenta, se topó de frente con un ángel y se casó con él. Estamos de acuerdo, Clarita su mujer lo es. La del viejo es una afición añeja, aunque decepcionada. Le ha dado la espalda a las plazas asegurando que las parodias de hoy, no merecen las incomodidades que se pasan ni vale la pena dejar el ABC o El País, diarios que se lee de cabo a rabo.

En la sala, tras la ventana sombreada por una higuera, apoltronado en su sillón preferido, a tres euros el evento, no hay feria española importante que no vea por Internet. Entre el humo de su puro, con su calva lustrosa, la barba blanca de filósofo griego, los lentes de cristales gruesos y armazón de carey, ve una corrida de toros en la pantalla como un monje en la Edad Media vería los textos a copiar. No hay arte más trascendente que el que sólo perdura unos segundos, sostiene; ni más serio que ese donde el ejecutante se manifiesta recorriendo los linderos de la vida y la muerte. Pero lo que de verdad impresiona es su minucioso talento para encontrar la fotografía, el video y el artículo de fondo realmente interesantes. Cosa fácil, esta última, en los tiempos de Vicente Zabala y Joaquín Vidal, según se lamenta.

 

Suena el teléfono, es Miguel Rojas. ¿Ya viste la portada de la última revista 6Toros6?, es el natural más perfecto que he visto en mi vida, dice con su voz ronca. Me doy prisa en buscarla, valdrá la pena. Allí está el pase ya mítico. Hasta este sol, el momento cumbre de la Feria de Sevilla. Lo firma José Antonio Morante de la Puebla, verde bandera bordado de primorosas jonduras negras, faja y corbatín granas a tono con los golpes del traje. El matador se recrea en la suerte. La figura erguida, natural como el nombre del muletazo, el temple perfecto, la distancia exacta. El toro negro embistiendo abajo, brilla el ojo obsesionado con el trapo, el manto de sangre escurrido por el lomo y las jaras entintadas también, apuntando a la arena. De fondo, dando fe, los afortunados espectadores de barrera en la Real Maestranza de Caballería. Al fin y al cabo, para eso se pagan los asientos de primera fila, para eternizarse junto con el matador de turno cuando un fotógrafo artista y oportuno, detenga para siempre el momento histórico, sublime.

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde Puebla (México), crónica de José Antonio Luna