No, no es que el derrotado este entregando las armas al vencedor. Son los dos animales que con sus miradas y sus actitudes, nos ponen en evidencia a los seres humanos. Nosotros nos hemos servido de ellos, los hemos utilizado para algo tan lúdico como es el toreo. Están los dos frente a frente, ajenos a lo que acontece en su entorno, como si después del juego, el toro perdonara al caballo que sólo ha sido un siervo del verdugo. Y por su parte, el jaco despide al que tiene que morir según un argumento en cuya elaboración ellos no han tenido nada que ver. Después de acometidas y recortes, cada cual se ha olvidado de sí y dan humanas impresiones. Es la azarosa representación del drama de la vida en el que a todos nos toca encarnar algún papel. El toro ha aceptado su fatal desenlace y sin más se despide del compañero. En sus ojos no hay asombro, ni angustia sino la resignación de los que aceptan las cosas sin aspavientos. En cambio, los ojos del caballo sí denotan tristeza ante los esfuerzos del encastado amigo por mantenerse en pie. El castaño toca con la lengua la nariz del tordillo. La lengua es en los animales un instrumento que les sirve también, para demostrar afecto. Con la escena uno empieza a echar a volar la imaginación. Tal vez, el burel recuerda días brillantes y azules en el cercado, mañanas de cristal, cuando era becerro y había potros y garzas y tordos con los que podía jugar. A unos pasos del suceso, el peón del rejoneador estellés observa condescendiente. Desde las tablas, un niño mira sorprendido las manifestaciones de ternura en una tregua inesperada, la que ha trocado fierezas en un gesto de amistad.

La fotografía es un reproche y me pregunto si los dos animales estarán hablando de nosotros con el desprecio que nos merecemos. Seguramente no, nobleza obliga. El asunto es que la imagen me deja una necesidad fehaciente de disculparme, de poder echar el tiempo atrás  y decirle a los dos protagonistas que este no es el mejor de los mundos posibles; que casi siempre es el peor, porque nosotros los hombres nos hemos esmerado en ello. La culpa es nuestra y sólo nuestra. Que entre otras cosas, elegimos jugar juegos de los que muchas veces no salimos bien librados, pero que aceptarlos es decisión nuestra. Que, a lo que no teníamos derecho era a abusar con prepotencia de ese nombramiento que nos hemos auto otorgado, el que nos ostenta como dueños de la creación, y cometer arbitrariedades, llevando al baile a seres como ellos. Observo la foto, este par con sus nobles y superiores actitudes me han desmadejado el corazón. No sé por qué coño, el toro no cumplió con la obligación inscrita en su memoria genética, la que debió dictarle acometer al caballo hasta el último aliento.

 

 

 

                                                                               

 

                                                                                                                                                Por José Antonio Luna