Metido en los dimes y diretes de la polémica si se deben permitir o no las corridas, asistí como ponente de los leales a la causa. En defensa de los toros expuse argumentos ecológicos, económicos, legales, artísticos, filosóficos y culturales, tan inútiles como la madre que los parió. Con la paciencia de un santo soporté que los antis me refutaran mordaces y que me tacharan de perverso torturador. Tragué paquete templando el alma cuando unos niños levantaron cartulinas de protesta al tiempo que me observaban con una mezcla de odio aprendido y susto por enfrentar lo que sus mayores han decidido que enfrenten tan temprano. De hecho, cuando el padre tomó la palabra se congratuló de que sus hijos, los más pequeños del grupo allí presente, ya estuvieran libres de los atavismos que cargamos los que somos amantes del toreo. Ya se sabe, los antis son muy dados a llevar niños en sus filas. Desde el pre-escolar les dan el curso intensivo de intolerancia aplicada.

 

Defendí la trinchera a muleta y estoque sólo para confirmar lo que ya sabía de antemano: que es inútil exponer argumentos con quien no desea establecer comunicación. No faltó un asistente que en su propia conferencia alterna –el tipo pidió el micrófono para hacer una pregunta y al punto, por diez minutos nos recetó la historia de su vida, además de sus filias y sus fobias-  no sé si con el ánimo de ofender u olvidando o ignorando demasiado, nos llamó hispanófilos. La cosa, lejos de molestar a los taurinos allí reunidos, exaltó el orgullo de nuestra identidad cultural. Basta un dedo de frente para reconocer que por nuestras venas mestizas corre sangre española y basta otro dedo para percibir las aportaciones de España a la cultura universal, así que más que ofendidos salimos ponderados. Los sensibles antitaurinos, como si llevaran la verdad sentada sobre el hombro, continuaron en su porfiado afán de imponer su voluntad. La próxima vez –si es que la hay- no perderé el tiempo en busca de argumentos a favor de la fiesta de toros, sino en defensa de la libertad.

 

Hasta ahí todo va de acuerdo a lo esperado. El choteo viene después de que te la has jugado como viejo soldado de un tercio español –no sé si captan el ácido-, de que has largado tus argumentos de lealtad a lo que amas entrañablemente y de que gratis has soportado los embates del enemigo. Entonces, llega el domingo y vas a la Plaza México a romperte los cuernos dándote de frente con la realidad. El desencanto saltó a la arena junto con el primero de la ganadería de Marrón un animalito corniausente, de apariencia anovillada, débil, descastado, soso y de una bobería desesperante. Así, sin nada de fondo, durante la tarde desfilaron uno a uno los otros cinco. La corrida fue un decálogo sobre la falta de casta, la de los matadores, la de los toritos de turrón, y la del público más tibio y más manso que los propios turrones.

 

La pifia iba en crescendo. Sale el cuarto y es débilmente protestado. Zotoluco, que es un manojo de mañas, cobijado en tablas, le pega dos mantazos que acallan los silbidos del “irrespetable”. Acto seguido al tercio de banderillas, el diestro de Azcapotzalco liga una faena insulsa de medios pases, toreando a la distancia, dejando enganchar el trapo una y otra vez. A cambio de ello, el par de sirvientes que atienden el palco de la autoridad y que no saben más que obedecer al amo Herrerías, le regalan dos orejas. Manzanares, por su parte, ha comparecido displicente y apático. No viene de vena y a leguas se nota que no hará nada de nada. Por último, al fin te percatas de que lo de Mario Aguilar no es mala suerte. No es que nunca le haya salido el toro del boleto, sino que aunque le saliera cien veces, no podría con él. La tarde de la Feria de Tlaxcala en que alternó con Talavante, lo entendiste de cuajo cuando después de la portentosa faena del extremeño, a Aguilar le salió un toro de comportamiento idéntico y su barca naufragó en el mar de la mediocridad.

 

Ha doblado el sexto y tiritando de frío permaneces en la grada. Por esto es por lo que hace tres días lo has pasado putas. Grandeza del toreo, piensas esbozando una sonrisa amarga. Ruindad y bajuno descaro. Hay sinvergüenzas que medran con sentimientos. Sin embargo, sabes que no cejarás en el empeño. A lo lejos, en los desfiladeros de tu memoria alcanzas a ver a un niño. Eres tu mismo, que de la mano de tu padre y de tu abuelo caminas en dirección al Toreo. Lo tienes perfectamente claro, lo harás siempre, la lucha es por defender tu legado.

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México