A Isabel y a Francisco,

Corazones entrañables y compañeros de nostalgia.

 “El toro herido es un bajel errante

De proceloso viento combatido,

Ya cortando el tumulto enfurecido

Van por la proa las puntas adelante”.

José Pérez de Montoro

Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Sí, lo sé. Dirán ustedes que a buena hora viene a salir Luna con un artículo de fondo sobre algo que pasó hace un mes. La situación es que hubo otros acontecimientos que tratar –uno de ellos, inmensamente doloroso- y además, el tiempo corre muy de prisa. Con todo, nadie que la haya visto podrá olvidarla. El recuerdo de la tarde encantadora se alarga y la memoria se despierta en imágenes emocionantes. No, no quiero pasarla por alto. Así que aquí me tienen, escribiendo acerca de una de las corridas más conmovedoras y bellas que he visto en mi vida.

El escenario, desde luego, tuvo que ser la plaza de Las Ventas. No hay otro edificio taurino en el mundo que se compare en belleza, y no me refiero a la arquitectónica que el coso de Madrid la tiene mucha, sino a su espíritu encarnado en un graderío lleno de murmullos, a veces de silencios y casi siempre, desgajando la atmósfera ritual con los gritos de los inconformes. Nada se asemeja a su esplendor cuando el sol de los primeros días de junio barniza el tendido y aviva los colores de su público expectante.

Pero lo cierto, es que en una corrida no hay nada más hermoso que el toro. Es incomparable la emoción de verlo salir como un rayo de luz del oscuro laberinto que desemboca en la puerta de toriles. La corrida de la que estoy hablando es la de Rehuelga. Santacolomas en la rama de Buendía hechos bravura, seriedad y trapío. Sólo cinco de los seis ejemplares aprobaron el reconocimiento veterinario, eso lo lamentamos. Todos, bien armados y astifinos, cinqueños de gran calado y dos rebasaron los seiscientos kilos. Ninguno abrió el hocico de cansancio, así que al carajo con la teoría de que los toros grandes no sirven para la lidia.

Los fulgores de la memoria se patinan de emoción y de nostalgia. Los puedo ver uno a uno. A los que se hicieron presentes al galope rasgando el viento con sus pitones y rematando en los burladeros. Y también, al cárdeno que salió al paso y que nos hizo exclamar con alguna desilusión: “Qué raro, nunca había yo visto esto”, pero que en realidad, era un señor recorriendo un gran trecho de los bordes del altar de los sacrificios antes de romper en acometidas furiosas. Los toros fueron los dueños del espectáculo. Fijos, serios, puestos de largo para el puyazo -algunos casi en los medios- las orejas firmes apuntando al caballo y en cuanto los citaba el picador de turno, adelantaban el morro en dirección al desafío, partiendo como flechas, para meter la cabeza bajo el estribo y fieros romanear encastados.

La tarde no fue de triunfos, pero los matices dan la belleza. Alberto Aguilar, vestido de rosa y oro, vislumbró lo que valía el quinto, un torazo que fue puesto tres veces al caballo y en todas se arrancó alegre desde los medios. Después, en el último tercio, sobre la arena se vivió la tragedia taurina, no la de la cornada, sino la de la vocación dolida, que es más hiriente. El diestro se desfondaba de empeño, pero en su ser torero ya no quedaba nada y no pudo alcanzar las alturas del toro. Luego, para decirle adiós, le largó unos ayudados por bajo y un pase de pecho enredándose de toro que sacó brillo al cielo naranja y púrpura. Nuestra memoria vehemente agradeció la belleza cristalina y tuvimos la convicción cierta de que no hay nada más bello en el mundo, que el drama del toreo.

A Pérez Mota, tabaco y oro, con tercero y sexto le pasó casi lo mismo, sólo que sus merengues fueron aún más nobles y tenían mucho más recorrido. El esfuerzo del coleta era sublime, pero no alcanzó las honduras que tenían el toro. Por su parte, Robleño, grana y azabache, ni quiso ni pudo. Con el desaliento de los valientes toreros y su amargura al ver rebasada la competencia, la tarde se pintó de melancolía.

Al final, en la puerta de arrastre, me presentaron a un aficionado mexicano que exaltado aseguraba:”¡Hoy, Madrid se mexicanizó!”. Lo decía por la embestida asaltillada de los cárdenos. ¡No!, ¡piedad!, espero que eso no pase nunca, porque el día que Madrid se mexicanice, a los aficionados a los toros no nos quedará ya nada. Si no, miren ustedes la felonía que le están haciendo a la empresa de Cinco Villas. Pero, ya ven, estoy contaminando este texto que pretendía lírica pureza y no vale la pena.

La corrida de Rehuelga es un tesoro en la memoria, si quieren, con todo y que algún toro fuera soso y que los matadores hayan naufragado en la playa del desastre. Sin embargo, de tardes como la del siete de junio en Madrid, uno sale del tendido levitando, delirante y al regalarnos la vida inesperados besos en la boca, pensamos de ella que es linda y coqueta.