Este artículo va por ti Rodolfo que además de un artista singular, eres un hombre cabal, sabio y muy valiente –cualidades ya pasadas de moda, pero que a algunos todavía nos impresionan-. Va por ti que te consagraste al toreo y querías como remate glorioso de tu larga y sufrida carrera, que un toro te quitara la vida en el ruedo. Y te la quitó, no del modo con el que soñaste, sino de la manera burlona con la que el destino se ríe de nosotros. Estás vivo, pero te la ha quitado.

El combate está perdido y ello deja una profunda melancolía, una congoja que no abandona y un dolor hondo en la entraña. Desde el domingo en la noche, en la rutina diaria, de pronto, el asombro se apodera de nosotros y repetimos en voz baja un “¡no es posible!” doloroso que se musita como una letanía. No sé por qué, a nosotros, los que somos gente del toro, nos asombra tanto la desgracia torera y nos cuesta tanto entenderla. Es, quizá, esa incredulidad que provoca el ver abatido al héroe, es que cuando nuestro torero cae, nos despeñamos también nosotros.

Cada ser humano desvela su propio drama, amamos, nos alegramos, sufrimos y lloramos lo que nos ha correspondido en la vida. A ti, Rodolfo te ha tocado mucho de esto último. No lo notábamos porque tu inmensa simpatía tapaba las heridas, las ocurrencias con las que envuelves los dolores eran una neblina amable cubriendo aflicciones, pero allí está el catálogo: los veinte años sin pisar la plaza México, el alcoholismo que te envenenó y al que venciste, la distancia que te separa de tu mujer y de tu hija, la confirmación de alternativa en Madrid que no llegará jamás. Lo peor, es que te acercabas al umbral, pero no llegaste nunca. 

No es preciso hacer un recuento de tu existencia, tú que te tuviste que ganar el pan de cada día desde los años de la adolescencia, a esa edad en la que los muchachos de ahora son expertos con doctorado y toda la cosa, en video juegos y consolas electrónicas. Tú, que ha muleta y espada te vencías a ti mismo. Tampoco voy a enumerar tus hazañas taurinas, pretextos que sólo sirven para señalar que uno estuvo la tarde de “Chocolatero”, la de “Rey mago” y otras muchas más. Lo que sí voy a decir, es que de tu enorme torería los otros están lejos. Los “cortaorejas” que son máquinas de triunfos irrisorios y los niñatos de alternativa que no pasan de becerristas vestidos de luces, de unos y de otros, los recuerdos de lo hecho por la tarde, se olvidan antes de doblar la esquina de la plaza. Lo tuyo, no, Rodolfo amigo, allí están inmaculados los recuerdos, luminosos, conmovedores y hoy -es increíble- cargados de la tremenda nostalgia que deja el nunca más.

Quise atravesar completamente desapercibido esta tragedia, por eso, me mantuve en silencio. Estos renglones, sin embargo, se deben a que tampoco puedo pasar de largo ante el dolor que desde el domingo te deja roto y nos mutila el corazón a todos los que te queremos y apreciamos tanto. Lo repetí vibrante y orgulloso ante tus genialidades: ¡yo te venero Pana! y hoy, aunque las palabras se atoran en la garganta y las lágrimas se asoman al balcón, lo digo con el corazón en la mano y más convencido que nunca.

Releo las últimas noticias y me quedo absorto con una tristeza muy honda, y pienso que la vida se fue muy rápido desde aquel 1978 en que te descubrimos. Cuántas reuniones quedaron pendientes, cuántos planes, cuánta vida, cuántos sueños. Tu carrera pasó casi como tú quiste que pasara, inexorable, tenaz, brillante, siempre fiel a ti mismo, y siempre colgado de la última esperanza.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México