Fue domingo y hacia sol. Desde el primer lance reveló el sentido de su vida, demandando que a partir de esa tarde debemos profesarle una irrestricta devoción. Alejándose de la tronera largó trapo hondamente sin que adivináramos –todavía- que era el comienzo de una obra de arte luminosa e inolvidable. Su afán no tuvo nada que ver con duendes ni pellizcos, sino con la entrega cabal del artista que se desfonda sin quedarse nada y que se empeña disciplinadamente en su oficio para coincidir con la inspiración creando momentos de gloria. Dicen que por la desembocadura de esos dos afluentes –el oficio y la inspiración- anda la grandeza del río del arte.

Joselito Adame, con sus ojos tristes y su piel jugada a muerte en las ferias modestas de las Españas, extendía las verónicas como caricias, cerrando con el beso que es la media a lo Belmonte. Luego, invirtió la suerte llevándose el toro a chicuelinas andantes rumbo a los adentros. Allí, remató, pero como el de Montecristo quería un capotazo más antes de irse a pelear con el caballo, Adamé improviso un manguerazo de Villalta. A su vez, la impronta del maestro Pepe Ortiz rondaba por el ruedo y no hubo más remedio que pegar un quite de oro como quien gira a favor de la corriente. Si el hastío por la ausencia de los duendes se adueñaba de nosotros y nos ponía a blasfemar, el capote de Joselito nos recogía liberando a “la loca de la casa”, como escribió Santa Teresa mentando a la imaginación, volviéndonos a meter a la plaza.

La biografía de Adame se redacta con las palabras: lucha, esfuerzo, sangre, valor, desencanto, triunfo y gloria. Después de la faena hace algunos años al berrendo de San José, sólo fue anunciado como relleno de los carteles de los ya consuetudinarios seriales extraviados de la Plaza México. Él, siendo el máximo triunfador del último San Isidro, únicamente, fue convocado a corridas de segunda en el circuito ibérico, para lidiar sin ninguna clase de pasteleos a torazos cornalones. Joselito Adame, figura del toreo se ha consagrado después de imponerse a las durezas con las que lo trataron. Desde becerristas supo lo que era pasarlas canutas y así se curtió en la guerra. Pero el torerito aguerrido devino en joven maestro consumado y aprendió lo de ser lidiador antes que artista. Cornadas, huesos rotos, varetazos, soledades, desengaños los venció con un grito de rebeldía en medio del silencio decadente y de la poca vergüenza. Hoy, ya puede ceñirse la aureola de primera figura mexicana.

Su faena fue impecable. Con la muleta se dobló como los toreros viejos y en los redondos giró con la gran dimensión de los espadas de hoy. Tuvo la decencia de mostrar al toro por el lado izquierdo convenciendo al conclave de que no era el cuerno bueno. La obra en su totalidad fue resplandeciente y fresca al torear de capote; dogmática, honda y solemne al hacerlo con la franela.

El trasteo fue rubricado a la altura de lo que había sido, es decir, con una estocada a recibir. Por mi parte y mientras el buen toro de Montecristo rodaba, sentí pena por los empleados del palco de la autoridad. Cuando miras la cantidad de orejas sin ningún valor que han regalado, la pregunta es ineludible: ¿Cómo premiarán una faena como la de Joselito Adame?. Si por otros cachivaches han regalado dos orejas, por ésta, ¿le darán un vale para el taxidermista?, o ¿qué?. El Pana y Moroso –perdón, Morante– siguieron esperando a los informales espíritus fantásticos, que según esto, habían quedado de traer la inspiración. En tanto, José lidiaba a su segundo de forma distinta que al primero, pero con la misma entrega. Los concurrentes convencidos y felices cantábamos las loas del torero, torero. Era que las faenas de Adame le habían devuelto al toreo su dignidad, sin duendes ni cuentos y eso, había que celebrarlo.

 

ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México