Aunque no faltará el mensaje electrónico de algún lector comparándome con Pepillo Origel, no me quedo con las ganas. La historia que les voy a contar viene a mi memoria por la sección de efemérides inserta en una página electrónica: “Julio, 1, 1990. Muere el diestro catalán Mario Cabré, polifacético personaje que fue torero, actor y conductor de programas en televisión”. Así que aquí me tienen. Su paso por el mundo de la tauromaquia no dejó mucha huella, pues siendo un buen torero que tenía el lance a la verónica por tarjeta de presentación, se distrajo en filmaciones, amoríos y otros asuntos. Por ello, su carrera fue corta y de altibajos patentes. Pero, de lo que les quiero hablar es de su faena cumbre, la más envidiable de todas, la que bordó una madrugada de copas y no fue en el ruedo.

 

Estamos en abril de 1950, Cabré era actor en Los amores de Pandora y hacía el papel, por supuesto, de un matador. Ava Gardner era la protagonista. Mientras ella se enamoraba de España, de sus claveles rojos, las guitarras flamencas, los pueblos blancos y de los patios andaluces, él, aplicado, tomaba nota de los ojos intensos, del perfil de diosa romana y del cuerpo de llévame a vivir contigo que tenía la actriz gringa. No hizo más que ponerse delante del torero para engancharlo con su mirada honda. La artista más bella del mundo lo embrujó con un pestañeo y lo prendió a su cintura con la obsesión de un toro persiguiendo la muleta. Las revistas del corazón europeas empezaron a publicar que Ava Gardner estaba saliendo con un apuesto matador español. También, afirmaron que el diestro había declarado amarla locamente y que ella le correspondía.

 

Mario Cabré engañado por su corazón, confundió la realidad con la ficción de la película en la que actuaba.

 

Empezó a enviarle flores, a llevarla a las plazas donde actuaba, ahí, le brindaba la muerte de los toros y a escribirle versos, que luego, la actriz, despiadada, calificaría de ridículos. Incluso, el matador se dio a la tarea de celarla cuando supo lo de una gargantilla de diamantes, regalo que envío el amante de la estrella de cine, que era, ni más ni menos, que Frank Sinatra. El espada declaró que ese era un collar para “intentar sujetarla”.

 

Sin embargo, el que persevera alcanza. Después de una noche de mucho vino, guitarras, luna gitana, aromas de jazmines y baile, la gran belleza de Ava Gardner acabó metida en cueros en la cama del torero.

 

La frase –esta última- tiene cierta rudeza, pero estarán de acuerdo conmigo que es preferible al horrible eufemismo del “cuchi, cuchi”. A una gachí de bandera tan sensual como lo fue la Gardner, que con tan sólo caminar era capaz de convertir la paz de una cartuja en un zafarrancho de posesos, no le van esas pazguatadas. 

 

Una vez habiendo bordado la faena en un palmo de terreno a esa obra suprema del domingo bíblico, Cabré, bajo la máxima de que el sexo se puede disfrutar dos veces, la primera cuando se hace, y la segunda, cuando se relata a los amigos, tan contento como si hubiera abierto la puerta grande de Las Ventas tres tardes consecutivas, salió a contarlo a quien quisiera oírlo, incluida la prensa. El escándalo fue tal que llegó hasta Norteamérica a los oídos de Frank Sinatra. Tanto así, que primero envío la susodicha gargantilla de diamantes y después, el cantante de New York, New York, se desplazó a la península ibérica para supervisar personalmente el comportamiento de la Gardner. Por su cuenta, el matador, aún tuvo la osadía de advertirle a Sinatra, que no se atreviera a pisar España porque no saldría con vida.

 

Esta colaboración semanal tiene sabor al Gordo y la Flaca. Ustedes perdonarán. Es que me gustan mucho los toros y también, las mujeres en blanco y negro, de Marlene Dietrich a Sofía Loren pasando por María Félix y Miroslava. Encima, me gustan más si las historias que protagonizaron tuvieron algo que ver con el mundo del toreo. De todas maneras, si a alguien no le agradó, que lo diga. Entiendo que si en esta columna le tiro a lo que se mueve, los lectores tienen, por su parte, el sacrosanto derecho de escribir un mensaje mandándome al carajo.