Qué quieren que les diga, hoy toca mi ya tradicional veneración de cada año a los encierros de San Fermín. Así como otros esperan ilusionados que llegue una copa de fútbol, el campeonato de Wimbledon, o el Gran Premio de Montecarlo, yo, aguardo ansioso a que reviente el chupinazo y se corra el primer encierro. Menuda aventura que dura dos minutos y medio cuando mucho. Un juego absurdo en el que va la vida de por medio. Irracionales y bárbaros, los encierros convocan a miles de corredores de todo el mundo. Antes de que den las ocho de la mañana, desde el siete de julio y por varios días, las calles de Pamplona reúnen a una multitud que correrá acompañando a media docena de toros bravos y otros tantos cabestros. Bajo el riesgo latente de recibir una cornada que te deje los pies fríos para los restos, o una voltereta que te haga caer de coco en los adoquines y resulte que ya no moverás ni los párpados, o te arrolle de manera brutal media tonelada de cornúpeta desquiciado y a todo galope. Eso sin contar el riesgo de que se haga un montón de mozos y soportando el peso de los caídos, te mueras asfixiado. También, sale barato y te puedes ir a casa con los suvenires propios del caso, pisotones de los otros copartícipes, el puntazo de un miura en los hombros, o la lijada de pellejo cuando resbalando dejes filetes en los adoquines.

 

La cosa tiene un éxito enorme y a mí, me emociona mucho. Sumergidos hasta el cuello en una tradición que no llevan en las venas ni de coña, existen corredores de encierros de todos los países y de todas las pintas: japoneses invasores, gringos imprudentes, suecos cara pálida, australianos a lo Indiana Jones, y los que sí, españoles de toda la península y desde luego, los pamplonicas que corren llevando a cuestas toda su cultura y tradición. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos se sitúan en el lugar que más les apetece y con los músculos tensos y el alma en un hilo, esperan a que el chupinazo les participe que se ha abierto la puerta del corral y que la manada ha iniciado la carrera de vértigo. Quién lo iba a decir, la parte globalizada del toreo se dio en Pamplona en la que los asistentes son al mismo tiempo espectadores y protagonistas del espectáculo.

 

La mañana es fresca y el cielo se dibuja en girones grises. Julen lleva por dentro esa necesidad atávica de jugarse la vida con muy pocas cosas a favor y muchas desventajas. La edad le pesa tanto como su afición. Cada año las piernas le restan velocidad y es menos ágil para salirse de la trayectoria. Vestido de blanco, con faja y pañuelo anudado al cuello los dos en color rojo, se acerca al nicho del santo. Junto con los otros corredores que lo rodean cantará tres veces el a San Fermín pedimos por ser nuestro patrón…  introito de esta liturgia. Luego, colocado en su lugar predilecto en la calle de Santo Domingo, el hombre que ya sólo peina canas, a sus sesenta y tantos años prefiere encontrar de inmediato a la manada. Dando saltitos, espera nervioso el momento de echarse a correr para que por unos metros, no muchos, tal vez, veinte, treinta si el grupo no va muy veloz, ponerse delante, coger toro y sentir el placer inigualable de haberlo logrado una vez más, cuando jadeante se recargue en la pared y vea alejarse el peligro y los gritos se conviertan en un rumor de comentarios, todavía sin entender si todo aquello ha sido un sueño. Consciente hasta la médula de que si le preguntaran por qué lo hace no sabría qué responder. Como tampoco sabe que, por la tele, alguien ha miles de kilómetros de distancia ha sido testigo de su epopeya y que al igual que él, algún día se atreverá a acometer esta hazaña que tiene forma y orden de liturgia.  

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México