Muy armados, astifinos, de caja honda, culata rematada, rabos largos y notas altas, algunos excepcionales, dieron un verdadero espectáculo de bravura, nobleza, gallardía, movilidad y fijeza. Palabras de sobra, palabras faltantes, en su día expresó el maestro Antonio Chenel Antoñete, que los toros bravos deberían contar con la gracia de poder elegir a su matador. Es obvio que la corrida del domingo fue despachada por tres de esos héroes discretos que se apuntan a la guerra, porque no les queda de otra: Fabián Barba, Miguelete y Morenito de Aranda. Quitando al segundo, que estuvo displicente y apático hasta para anudarse la corbata, los otros dos acorde con sus condiciones salvaron la papeleta decorosamente. Cabe asentar que a un encierro de este calado, apelando al simplista y cómodo pretexto del contraestilo, jamás se apuntarán nuestras figuras -algunos todavía creen que en este país contamos con figuras del toreo, y no los desengaño bajo consigna sagrada: nunca le quites a alguien la esperanza, puede ser lo único que tenga- pero el caso y la cosa es que corridas fenomenales ofreciendo la verdadera consagración, se van al abasto desaprovechadas por toreros animosos pero con muy poco rodaje. Toros con una estampa que despabila, trapío indiscutible, edad reglamentaria, cornamentas que valorizan todo lo que acontece en el ruedo y además, un alto grado de toreabilidad -condición principal del toreo de nuestro tiempo, la de la belleza arrebatadora- devuelven el aura mítica a los hombres que se visten de luces para lidiarlos.

Aunque los bureles estuvieron por encima de los matadores, hubo destellos importantes. Si estuviéramos en España, desde el domingo a media tarde, ya podríamos estar hablando de las gaoneras “para la eternidad” de Fabián Barba al cuarto de la tarde. También, pases aislados de Morenito. Sin olvidar, por supuesto, algunos pares de banderillas de la peonería.

La del domingo en la Plaza México pudo tener nombre de novela francesa. En busca del tiempo perdido es la obra en la que Marcel Proust nos recuerda que nosotros, los hombres y mujeres de hoy, ya no queremos tener memoria. En busca del toro perdido, debe ser una consigna que nos devuelva la memoria fastuosa, patrimonio natural de los verdaderos aficionados, a cambio de las faenitas a cornúpetas insignificantes que ya se nos olvidaron a la hora de pedir la cena. Paradójicamente, la novena fue la primera corrida de toros de la temporada en el estricto sentido de la afirmación. Uno a uno saltaron al ruedo siete magníficos ejemplares y todos traían consigo una divisa conmovedora, la del espectáculo que empezaba desde verlos aparecer por la puerta de toriles. Y eso, es lo primero que cada tarde la concurrencia debería tener garantizado.

 

 

     José Antonio Luna