Pasa muy de tarde en tarde. Cuando uno lo ve, se presiente y se sabe que está llegando el momento esperado, entonces, comprendes por qué persistes en tu afición a pesar de los desencantos. El jueves en Valencia, Andrés Roca Rey el torero de la mirada serena y la bragueta de soldado espartano bordó el toreo como en un sueño y después de tantas corridas vista por ahí, casposas hasta la arcada, nos ha hecho reanudar nuestros votos de amor sentido por el rito sensorial que es la tauromaquia.

Desde su primero, que fue un manso complicado y al que el torero peruano en su ambición de triunfo se lo dejó crudo, hubo un develamiento de propósitos. Ante los arreones intempestivos como ráfagas de mal viento, Roca Rey, impávido en su quietud y derechito como una vela, sin aspavientos ni alardes, tragaba paquete del gordo. No cortó la oreja porque la estocada quedó desprendida y el presidente, más apegado a la ortodoxia que a heroísmos, no la quiso otorgar, sin embargo, da lo mismo. En los quites -el de Sudamérica no renunció a uno solo- tanto en sus toros como en las intervenciones que tuvo en los de Alejandro Talavante su rival, hubo variedad y largueza de repertorio, también manifiesto acoso, además de que los lances fueron cada cual más puro y diáfano. Si los carteles anunciaban un mano a mano, Roca Rey decidió que éste no sería arregladito, sin hostilidades y colmado de cariños para su antagonista. No, Roca Rey venía a triunfar a ultranza y le enmendó la plana a Talavante, que no estuvo mal, pero sí por debajo de su joven adversario.

Son muy contadas las tardes en que la estatura estética de una faena alcanza la cota de verdadera obra de arte, aunque así se publica repetidamente en portales y secciones taurinas. Si la crónica de la torería debe escribirse con hipérboles, cosas como que el diestro toreó “como los propios ángeles” o que movía “sus acompasadas muñecas de oro”, en lo referente a la faena al que se corrió en cuarto turno, sin temor a exagerar se permite ponerse laudatorio.

El castaño de la casa de don Victoriano del Río llamado “Candidato” fue un manso como toda la corrida. Aunque tuvo movilidad, huía hacia la querencia natural, volteaba contrario y daba muestras constantes de rechazar el embroque. A cambio, Roca Rey, atacaba pasmosamente.  Enganchándolo por abajo y ofreciéndole la muleta logró series con la derecha y ramilletes de naturales prodigiosos. La faena, toda, se caracterizó por la creatividad y el amplio catálogo, sin romper los límites de la armonía y el buen gusto. Por si faltara, la estocada fue a recibir. Dos orejas y petición de rabo.

El temple embrujado de Roca Rey tuvo el misterio de fundir la sobriedad castellana, la luminosidad andaluza y el sentimiento de la América del Sur. El Viti,  Paco Camino y César Rincón –no soy irreverente- tres tauromaquias fundidas en una faena vibrante y categorizada en una profunda expresión a capa y muleta, que englobó lo épico y adusto del Cantar de Mío Cid, en el que Roca Rey escribió un nuevo episodio de la conquista de Valencia y el barroquismo de Lope de Vega:

“Esa hermosura bastaba

Para que yo fuera Orlando

¿Toros de Medina a mí?

¡Vive el cielo!, que les di

Reveses, desjarretando,

De tal aire, de tal casta,

En medio del regocijo,

Que hubo toro que me dijo:

“Basta, señor Tello, basta”.

En el sexto, otro manso, el limeño de hinojos emuló y superó lo mismo hecho por Talavante. Las series de los dos espadas fueron magníficas. Roca Rey tiene las dos virtudes fundamentales para convertirse en primera figura del toreo, cosas que no se aprenden ni se adquieren y que se llevan dentro: la raza para salir adelante en cualquier circunstancia y la clase para cuajar a los toros bravos y a los mansos. Lo de Valencia fue un recital, un ramo de jazmines, una constelación en una medianoche de cristal, unos versos para guardarlos en el alma, o tal vez, algo todavía más bello, fue una media verónica desmayada que recoge trapo a la cintura y que uno enmarca para siempre en la memoria.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México