Sobre todo el primero. Un animal serio, bien hecho y de bravura vibrante, que llegó a la muleta embistiendo con mucha casta, nobleza y recorrido, y al que Pedro Gutiérrez Lorenzo le hizo una faena apenas regular en la que nunca terminó por estar a la altura del gran toro. Por su parte, el sexto tuvo una calidad enorme puesta de manifiesto en embestidas encastadas, largas y repetidas, lo que dejó a la vista que El Payo estaba librando el trance aplicando todo su empeño.

 

Además, la media docena sin padecer de elefantiasis, tenía plaza. Por lo que el letrero que participa a la concurrencia el nombre, número y cantidad de kilos del bovino en turno, desmitificó el malentendido que relaciona el peso con el trapío. La corrida fue hermanada y pareja.

 

Toros con la edad reglamentaria, romana muy aceptable y arboladura mayor. Fibrosos, todos brindaron la emoción provocada por la movilidad y cinco pelearon bravos en varas. Al quinto, que fue el que mandó al hule a Arturo Macías le hicieron siete orificios en tres reuniones con el caballo, el rebozo de sangre le escurría hasta la pezuña y si se quedaba parado, la arena se enfangaba de rojo. Aún así, hubo merengue para rato.

 

Todo lo que pasó en el plató fue trascendente y uno reconoce con mucho respeto los arrestos de la torería. También, fue  evidente el hecho de que en Puebla se ha roto la falta de tono programador y la creatividad del empresario de El Relicario se expande en carteles que aprovechan con imaginación cuanto tiene a la mano. Así mismo, es indudable, la corrida por haber sido de toros tuvo emoción y fue muy interesante. Los de Santa María de Xalpa todavía hicieron derroches de casta y ya estoqueados se negaban a caer. Primero, cuarto y sexto escurriendo gruesos goterones de bravura, vendieron cara su vida.

 

La batalla perdida de antemano está llegando a su fin. El toro herido de muerte, tambaleándose con el morrillo cuajado de banderillas marchitas se niega a doblar. Su matador, exigiendo la rendición, lo señala con el índice y la cuadrilla le toca los lados. En esos momentos, el brillo estético de las verónicas cimbreantes y el ritmo armonioso de los manojos de naturales se marchan discretos para dejar libre paso al torrente dramático que inunda el ruedo. Los espectadores gritan eufóricos, pero deberían guardar un silencio solemne. La negra catedral está a punto de venirse a tierra. Entonces, lo que está pasando junto a las tablas empieza a atar apretados lazos con el pensamiento. Como la vida misma, la escena es una oportunidad de darle sentido al sin sentido. El hombre que grácil hizo el paseíllo y al poco rato levantaron desmadejado, y la lucha empecinada del toro por mantenerse en pie, al igual que muchos otros gestos que guarda la lidia, hacen que una corrida sea un juego inmoral, pero muy educativo.