Ya me dirán ustedes si el lugar no es la antesala del paraíso. Celeste, purísima, pavo, rey, turquesa, noche, espuma, tonos alternados en las aguas de este mar vestido de azules. La arena clara y aterciopelada se parece al ruedo húmedo antes de que salga el toro. Litoral extenso casi sin oleaje. En las bajas profundidades, peces multicolores van y vienen iluminados por un sol que reflecta. Partido en dos por el arrecife, el horizonte es una barrera que nos protege de las acometidas repetidas y furiosas de toros de lomos espumosos. Estas costas todavía las navegan barcos fantasmas de conquistadores y piratas. Sus honduras se tragaron galeones y tesoros que devuelven en leyendas los naufragios que dispersaron sueños, oros y piedras preciosas. A la espalda, la selva murmurante, rugiente y pintada de verde esmeralda, hoja, bandera, botella, heliotropo, olivo, es un laberinto misterioso que no se calla ni duerme nunca.

 

Mahahual, Quintana Roo, es un paraíso por su belleza, pero también, porque desde aquí la vida adquiere otra perspectiva y otro sentido. Por decir algo, me separa una gran distancia del tráfico de la ciudad angélica en la que vivo, también, de los problemas rutinarios del trabajo. Estoy apartado de las malas y desalentadoras noticias. Una lejanía inmensa me aísla de la decadente campaña política que nos azota. Del peinado de niño bueno y las inverosímiles promesas de niño malo, de Peña Nieto; de la creciente nariz pinochesca  de Josefina Vázquez Mota; de la alternancia de arrebatos obsesivo-compulsivos de poder y amor al prójimo que padece López Obrador, mezcla de una personalidad patidifusa entre Porfirio Díaz -por lo de la reelección- y la madre Teresa de Calcuta.

 

Díganme si no, hay una distancia cósmica entre el loro que se ha posado en el árbol seco que se levanta a través de la fronda y nuestros problemas de mezquindad y miseria. A ver, dónde puede disfrutarse un espectáculo semejante al del boletín emitido por la empresa de la Plaza México -como decía Jack Palance: aunque usted no lo crea- pidiéndole a los aficionados taurinos defensores de la fiesta de los toros, que se manifestaran únicamente en las redes sociales, y que no acudieran a las puertas de la Cámara porque causarían trastornos a los automovilistas. Me tiro al suelo de la risa, ¿no serán ellos los primeros en querer que se acabe la fiesta, derribar la plaza y construir un centro comercial que deje grandes ganancias?. A pesar de todo, la manifestación se llevó a cabo y después, la tauromaquia en el Distrito Federal quedó a salvo, por lo menos, por un tiempo.  

 

Hay cinco mil años luz de distancia –la frase es cortesía de mi tío Gonzalo- entre la verdad del sol redondo y sangriento que se levanta del mar y nuestros toreros que no estando el horno para bollos ni la magdalena para tafetanes, persistentemente han dejado de brillar y todavía insisten anunciándose en corridas de toros que no lo son, caso Aguascalientes, Pachuca, Puebla y otras, para matar o indultar –da exactamente lo mismo- novillitos. Con una cachaza que asombra se creen el cuento que ellos mismos inventan y lo pregonan en la prensa y en los portales taurinos, incluida la foto del descaro con sonrisa al punto, exhibiendo las orejas del mini animalito, mientras el concepto del verdadero héroe se desmitifica transformado en un fanfarrón que se exhibe sin vergüenza.

 

O esa águila pescadora que caza y se traga los peces sin ningún miramiento y sin otro trámite que mover el cogote, porque lo de la supervivencia lleva implícita la necesidad de la muerte. Por ello se concluye que toda persona que coma un ser vivo fomenta el maltrato a los animales. Me viene a la memoria un artículo que, por recomendación de un amigo, leí antes de salir de casa; el de la Doctora Sara Sefchovich, publicado en El Universal, del que no me explico cómo se imagina que se obtienen los cárnicos que cumplen los preceptos del método kosher. Es agotador enfrentar argumentos disparados desde la más absoluta e intransigente de las ignorancias referentes al tema taurino.

 

Por todas estas cosas y muchas más, la última noche se pasa sudando frío en medio del calor tropical y con las muelas apretadas. Mañana termina, ni modo, a amarrarse los machos y tirar palante. No es al trabajo a lo que teme uno al ver que se acerca el final de un viaje de placer, sino a nuestro roñoso y enredado mundo. Aguas de mentiras, trampas, triquiñuelas, argumentos fallidos y faltas de respeto en las que hay que adentrarse con dos cojones y cara de hombre sin flotadores y con índice y pulgar apretando la nariz, digo por la pestilencia.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México