Es la antepenúltima tarde del verano y el clima ha refrescado. Estás ahí, frente a la tele viendo la transmisión y piensas que una corrida se parece mucho a otra, y que sin embargo, todas son tan distintas. Ésta, por decir algo, se celebra en un coliseo romano, por lo que las piedras de las gradas que ciñen el ruedo ovalado tienen ahí más de dos mil años. De anfiteatro romano a plaza de toros. Es lo que quisieran los antis, que las posibilidades del torero de salir victorioso fueran a medias con las del toro, circo de césares y taurocolias en honor del dios Neptuno. Plaza de las Arenas de Nimes, Feria de la Vendimia, alternativa de Roca Rey, anticipas un: “¡Este será figura!”. El padrino es Enrique Ponce y testifica Juan Bautista, el encierro: tres “juanpedros” y tres de Victoriano del Río. Disfrutando la corrida, rumias que Francia por derecho propio se ha convertido en un santuario de la fiesta de toros.  

Veinte son muchos siglos y más lo que ha pasado. Una historia larga y agitada desde que los artistas de la sociedad Magdaleniense pintaron torerías en la gruta de Lascaux. Luego, los galos dominaron la tierra hasta que Julio César se hizo dueño de toda la Galia y escribió -este sí, literal- la historia. De esta conquista quedan los vestigios que ahora ves en la pantalla plana.

Más adelante, siglos de dinastías medievales: Merovingios, Carolingios, llamada así por tanto personaje con este nombre, de Carlomagno a Carlos Martel, en seguida, los Capetos. Más tarde, una guerra que duró cien años y el Renacimiento de Da Vinci que vivió en Ambroise, paisajes de castillos y poesía como la de las viejas rosas de Ronsard. El humanismo de Rabelais. Entre soles y delfines, los reinados de los Luises hasta la Ilustración de Voltaire, Rousseau y Montesquieu. La Revolución, aquella tarde en que el pueblo hambreado y hasta los cojones de la desigualdad, reventó contra sus gobernantes y mascando rencor tomó el asunto de la justicia en sus propias manos, arremetiendo contra la prisión de la Bastilla y decapitando a cuanto noble se le pusiera enfrente. “¿Es una revuelta?” preguntó el Luis de turno, “no, sire, ¡es una revolución!” contestó un ministro. Acto seguido, Napoleón, inteligente y carismático, se apropió de Europa. Durante el siglo XIX, Napoleón III se casó con Eugenia de Montijo, la reina más guapa y española que se disfrazaba de hombre para ir a los toros a Bayona, los dos, con muy mala leche, dejaron colgado de la brocha a Maximiliano de Habsburgo en México y Juárez que era resabiado, le dio la muerte. La Francia que resistió dos Guerras Mundiales. La Francia que te hace evocar a Bizet, la del cine de la nueva ola, la de Tringtinant, Depardiu, Reno, y te recreas en la suerte recordando a Juliette Binoch, Catherine Deneuve, Isabella Adjani y Sophie Marceau. Francia la de Nimeño II y Gabin Rehabi, ese picador que cuando torea a caballo, borda tal tercio de varas que la gente se pone de pie a cantarle las loas del “¡torero, torero!.

Te gusta ver la corrida en la retransmisión de la tarde, porque según tú el rito debe celebrarse cuando el sol comienza el declive y la sangre de los toros pintan de rojo el ocaso. Estas sumido en reflexiones, mientras Ponce en la tarde nimeña soba al toro, un pase tras otro hasta que lo enseña a embestir. De pronto, miras cómo el diestro valenciano que puede con todo lo que salga de toriles, lo ha metido en la muleta y el toro áspero y probón, ahora va tras el trapo en una serie de pases naturales muy bellos. Entonces, percibes la melancolía de la música y adivinas. No, no es un pasodoble, sino El oboe de Gabriel de Ennio Morricone, uno de los temas de la película La Misión, que se escucha en la escena en la que el padre Gabriel, jesuita valiente y solitario que viaja sólo con una biblia y un oboe, sentado sobre una piedra del río, soplando el instrumento interpreta la melodía dulce y nostálgica, mientras los aborígenes guaraníes ocultos en la selva tropical quedan cautivados ante la belleza. Sabes que el arte es así, porque ahora tú mismo estás embelesado por la experiencia estética que es el toreo de Ponce, por las notas del tema de Morricone y la imaginación de un César que mandó construir ese anfiteatro.

Conmovido hasta lo más hondo de tu corazón, sientes un vértigo singular cuando por un segundo vislumbras lo que en una tarde de conjunciones han hecho el universo y la inspiración humana. Y das una fumada al cigarro reconociendo que en la vida, para disfrutar, hay que viajar alerta con los cinco sentidos abiertos. Entonces, agradeces la suerte que has tenido de nacer y que en tu propia existencia los triunfos y los fracasos, los sueños cumplidos, los frustrados y los pendientes, los amores y los desamores, todo ha valido la pena.

 

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México