Si viviera en otro país, ya le hubieran hecho toda clase de homenajes y probablemente, sería asesor de la Secretaría de Cultura. Lo mejor de su obra colgaría expuesta permanente en algún museo de arte moderno. Pero, no. Nació en este México chancletero y absurdo en el que, por regla general, las canonjías no se le otorgan a quien se las merece, sino al que está mejor posicionado en el mundo de las influencias. En primera, porque aquí el talento se mide por compromisos y en segunda –y la más lógica- porque no tenemos secretaría de cultura ni nada que se le parezca.

El otro día, Rafael Sánchez de Icaza, uno de los mejores pintores taurinos del mundo, vino a Puebla de los Ángeles a la inauguración de una retorospectiva, así está bien, con la palabra toro insertada en el vocablo que nos da la idea cronológica. El maestro vino al Museo de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, una institución valiente y preocupada por la cultura taurina en los tiempos del cólera de los antis.

Acompañado de Leonardo Páez en el estrado –un día habrá que hablar de Páez y su arte para poner en claro la abrumadora evidencia- nos dieron una plática sobre la trayectoria del pintor, que va de un realismo puro impregnado por Ruano Llopis y por Navarrete, al surrealismo geométrico de sus toros coloridos, pasando por la influencia de muchos otros artistas. Los reflejos del agua marina que bañan a muchachos desnudos y el viento suave acariciando señoras que pasean por la playa de Joaquín Sorolla, la esquizofrenia escurrida en el tiempo de Dalí, las recias tintas de la tauromaquia picassiana, el pop art de Andy Warhol. Además de otras cosas, como la propuesta interactiva de Sánchez de Icaza, en la que nosotros los espectadores completamos la obra, al dibujar con la imaginación los contornos faltantes en las manchas plasmadas sobre el lienzo y entre los dos, creador y observante, descubrimos fascinados las figuras.

Pues ahí sigue, el maestro. A pesar de olvidos e ingratitudes, no se ha vuelto un mercenario de los pinceles y sigue intentando nuevas experiencias. Tal vez, porque sabe lo que pesa su talento, o porque es optimista, o porque viene de una familia de artistas y taurinos de solera, don Alfonso de Icaza Ojo, crítico y escritor taurino de prosapia, a la cabeza. Hombres y mujeres que alentaron su amor a las artes y al toreo. Por eso cada día, Rafael sigue empalmando la paleta y los pinceles con la determinación con la que un torero se ajusta la montera hasta las cejas y se desprende del burladero en busca de esa arremetida violenta del destino que es un toro que se arranca resoplando, apaga velas decimos los del cante.

En medio de muchos comentarios de inteligencia y sentimiento, llegaron dos momentos que sólo se le ocurren a gente peligrosamente viva. Uno fue cuando los dos maestros, al alimón, definieron el concepto: esteticismo emergente. Esta es una estrategia pictórica inventada por Sánchez de Icaza en los tiempos del toro achaficado, consistente en aumentar el volumen de la forma –no sé si captan la acidez- y también, al torito cornicorto y capacho había que voltearle los cuernos y dibujarle otros pitones más acordes con la gesta, o sea, bien puestos y astifinos. Porque si a Manolo, a Eloy, a Curro y a otras glorias de la comparsa, no les daba vergüenza salir en las fotos toreando los becerretes propios de su época, en un cuadro, que tiene que combinar ritmos, colores, estéticas y figuras, esos toritos se veían fatales y había que arreglarlos, ya se sabe, como siempre se arreglan los toros, pero en este caso para bien. Es decir, que en lugar de aserrarles un pedacito de pitón, el maestro pintor tenía que agrandarlos y echarlos para arriba, dejarlos bien puestos, ¿estamos?. A esa labor, el artista la bautizó como el esteticismo emergente.

El otro instante, vino en la sesión de preguntas cuando un muchacho rubio que parecía se había escapado de un cuadro de Sorolla, con la naturalidad y la sencillez que sólo tienen los niños, determinado, le preguntó al gran pintor:

– ¿Tú, qué sientes cuando pintas?.

Entonces, Sánchez de Icaza, enorme en su humildad y en su modestia, de tu a tu con el chaval, contestó:

– Yo… yo cuando pinto, por ejemplo, un natural, siento que estoy toreando. Los que oímos expresamos un murmullo de asombro conmovido ante la respuesta, pero la verdad es que sólo el artista y el niño sabían de qué estaban hablando.

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México