A Roy: Una frase hace el texto
Celebro y me da mucho gusto que el domingo anterior, en la Plaza México, el sobresaliente Paulo Campero haya bordado un quite de antología. Eso, gracias al rejoneador colombiano Andrés Rozo que le concedió el permiso para que le plantara cara al toro de don Enrique Fraga.
El diestro capitalino sabía que de darse la oportunidad tenía que poner las femorales en los pitones, jugársela a cara o cruz, llevar la convicción del ahora o nunca y hacerlo de tal manera, que la gente se fuera hablando de su brevísima pero muy torera intervención. En los dos segundos que un sobresaliente tiene para mostrarse, Campero citó al sexto, se echó el capote a la espalda y pegó dos caleserinas por nota, ceñidísimas, pausadas, desborde de torería; luego, firmó la obra de arte con una media rodilla en tierra. De lujo.
He asistido a cantidad de festejos en los que un sobresaliente hace el paseo y lo he visto marcharse al terminar la corrida sin haber extendido el capote. Ha de ser muy frustrante vestirse de luces sólo para partir plaza, porque el protagonista de turno no tuvo la elemental caridad de regalar un quite. Encerronas, mano a manos, rejoneadores, gente que tal vez ha pasado por lo mismo y que, a pesar de ello, no tiene el menor gesto de generosidad. Aunque, si se tercia, si las cosas se ponen color de hormiga, entonces, sí, cómo no, lo invitan a pasar las de Caín. Se los digo con conocimiento de causa. Una tarde, vi al matador Alejandro Lima El Mojito, ser invitado por un rejoneador a matar un marrajo que sabía más filosofía que Aristóteles.
Al haber estado en tentaderos en México y en España, puedo decir que aquí, la costumbre es que el matador que tienta exprima hasta el último muletazo a la vaca y la deje recargada en la pared temblando de agotamiento. En ese momento, convidan a un novillero a torear, cuando lo único que queda por hacer, es conectarle a la vaquilla la manguera del inhalador de oxígeno. Eso sin contar que si algún chico tiene la osadía de pasar la esponja y el jabón al maestro, entonces, lo tapan y ni rematar le dejan. En la península, los tentadores lidian, muestran al animal examinado para que el patrón juzgue y santa paz, ceden los trastos a algún torerillo.
La de Campero debe ser una larga y sufrida carrera. Imaginarse lo que pasara en su existencia es fácil, la vida de un novillero, por lo general, es igual a la de todos los novilleros, salvo la de los cinturitas, obvio. Un gran amor al toro bravo, una vocación sin cortapisas, la paciencia de Job y una fe enorme. Con ese bagaje, abnegado, Campero se ha de preparar todos los días como si estuviera anunciado en San Isidro. De repente, sin saber cómo ha llegado, la penúltima tarde del año lo anuncian  de sobresaliente, nombramiento muy humilde en un cartel de rejoneadores sin arrastre, poca gente en la plaza, menos frente a la televisión y a armar el lío. Su historia es la clásica novela de la torería escrita con la tinta de muchos sinsabores, sudor, sangre y gran desencanto.
Paulo Campero ha dado motivos para que creamos en él, nosotros los aficionados, la gente del toro y las empresas. Se merece una oportunidad para una comparecencia completa. Deseo con vehemencia qué esas caleserinas se conviertan en el golpe afortunado, que de aquella tarde en adelante, ¡aleluya!, le resuelvan la vida.