Realizado para regalo a Conchi Fernández Piqueras, con motivo de su 40 cumpleaños

Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

En el mundo, son contadas con los dedos de una mano las plazas de toros en que los espectadores se han jugado la vida, poniendo los riñones delante de los pitacos, antes de sentarse en la grada para ver lidiar a los merengues que por la mañana los han perseguido. Si algo tiene Pamplona en julio, es que contagia su sentido del valor y de la hazaña. Con ello quiero decir, que sabe mucho a gesta lo que hacen los mozos que corren el encierro. Jugarse la vida a cara o cruz sólo por el gusto de vencer el propio desafío tiene su magia. La mayor virtud de la emoción es que contiene una saludable dosis de incertidumbre y hay algunos atrevimientos que limpian la vulgaridad de la vida.

Aventureros extremos seguidores de una añeja tradición, algunos son héroes anónimos, mozos que de pronto se encuentran en la encrucijada entre seguir corriendo o dar vuelta para auxiliar al compañero que en el suelo, presa de un toro cornalón, recibe tarascadas por docena. Hombres que se acercan al borde mismo de la cornada para arrebatarle, arrastrándolo de los pies, al tipo con el que el morlaco está ensañado.

Por gente como esta, en Pamplona los toreros llegan a la arena con el listón de la gesta colocado en lo más alto. Todo el elenco que se apunta a al coso de La Misericordia sabe de antemano que la tarde se va a poner color de hormiga. Bovinos enormes con cabezas para adornar cantinas y, ante el drama de la vida y la muerte que se dirime en el ruedo, las peñas de sol se la pasan cantando y bailando.

En los recientes sanfermines, ha habido un torero valiente que destaca entre el grupo de valientes. Rafaelillo está acostumbrado a tragar gordo y lo ha conseguido, se fue a hombros después de nueve años de no hacerlo en ese edificio taurino. Este héroe de la tauromaquia contemporánea tiene doctorado en la lidia de pupilos de Zahariche, lleva dieciocho miuras en la plaza pamplonica. Oreja en el primero, un caballón cárdeno oscuro, paliabierto, que acomodó la cabeza en los naturales. En cambio, el cuarto era un toro negro, bragado y que se quedaba a medio pase buscando el cuerpo del matador. El especialista en tragos amargos empezó a aplicar toda su ciencia con una lidia sobre piernas, doblándose y tocando a pitón contrario para destroncar. Cuando consideró que podría robarle algunos pases esporádicos le pegó un molinete, quiso repetir la hazaña y ¡toma ya!, pequeño detalle, olvidó que los toros de don Eduardo y don Antonio piensan más que un filósofo, por lo que cuando Rafaelillo pretendía pasarlo para enredarse en la muleta, ya tenía al barbas enfrente y a volar alto y violento. El sentón fue memorable, de esos que dejan la columna vertebral haciendo tilín, tilán. Sin embargo, el diestro de Murcia se recuperó pronto y volvió a la carga sin chaleco y chaquetilla. Toreo con el Credo hipotecado en los labios y de una estocada despachó al miureño. Así, consiguió que los dioses le guiñaran el ojo y que los aficionados lo sacaran a hombros.

La ciudad de San Fermín y de Ernesto Hemingway hizo de su tradición la parte más cosmopolita y vigorosa de la tauromaquia, además, a algunos toreros valientes que llegan allá, como este Rafaelillo tan bravo como un tejón, les permite colgar en su palmarés el emblema de la hazaña.