Qué apropiado. Da mucho gusto cuando uno se entera que se ha hecho justicia. La cultura taurina zanja así una deuda, largos años diferida, con el redactor de la monumental enciclopedia sobre tauromaquia llamada Los toros. Desde hace un par de semanas, el escritor José María de Cossío tiene un azulejo adosado a la entrada de la sala cultural y de la biblioteca que llevan su nombre en la plaza de toros de Las Ventas. Pocos saben,  además, que el connotado crítico taurino, fue un hombre de letras especialista en Luis de Góngora y Argote, también, en José María de Pereda y de igual modo, en Gustavo Adolfo Becquer, del que antes, en los colegios ensañaban los versos aquellos de: “Volverán las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar,/ y, otra vez, con el ala a tus cristales/ jugando llamarán”. Aunque no sé si los colegiales de ahora tengan idea de lo que es una golondrina y les importará un carajo, por supuesto, lo que es la poesía del Romanticismo.

 

Amigo de grandes maestros del toreo como José Gómez Ortega Joselito, Ignacio Sánchez Mejías, Rafael El Gallo, Cayetano Ordoñez Niño de la Palma y Antonio Bienvenida, entre otros. Lo fue también de grandes genios de la literatura. Al punto, algunos nombres: García Lorca, Jorge Guillén, Ramón Pérez de Ayala y su entrañable Gerardo Diego con quien sostuvo correspondencia cada vez que la vida medió distancia entre ellos. Eran épocas en las que una tarde de tentadero, al alimón largaron capa el matador Domingo Ortega y el enorme filósofo José Ortega y Gasett. Tiempos espléndidos en los que los poetas componían de toros y los toreros se hacían dramaturgos, como es el caso del propio Sánchez Mejías que escribió las obras Zayas y Sinrazón. La primera, de alguna manera, autobiográfica y la otra, con la que obtuvo el reconocimiento de la crítica, tenía el tinte del sicoanálisis. Este mismo diestro, un día llevó en su cuadrilla al escritor Rafael Alberti, que narra, hizo el paseo vestido de naranja y azabache y antes de que saliera el primer toro, el matador lo mandó taparse en un burladero de contrabarrera. Allí pasó la tarde. La experiencia bastó para que el poeta de El Puerto de Santa María comprendiera según sus palabras “… la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero”. Por cierto, desde el tendido, José María de Cossío presenció las dos horas y media que duró la carrera taurina de su colega escritor.

 

Es imprescindible apuntar que por Cossío, los toros abandonaron la parte exótica del costumbrismo español y se convirtieron en sofisticada materia intelectual. Por el insigne estudioso los públicos se refinaron. Sumado a los más grandes proyectos de la Generación del Veintisiete, siempre envuelto en empresas literarias y siendo uno de los más notables críticos de la literatura y también de los toros, lo que de José María de Cossío descuella es su profundo humanismo. Gracias a sus afanes, su secretario particular, el poeta Miguel Hernández, autor de Nanas de la cebolla y El niño yuntero -eran tiempos grandiosos en los que un pastor componía versos sublimes- se libró de ser fusilado tras los paredones del camposanto a la madrugada. El hidalgo de la Casona de Tudela como se conocía a de Cossío, gestionó el indulto. Luego, pasados muy pocos años, Hernández moría en la cárcel de Alicante. Como homenaje póstumo y con el valor de un torero tremendista, de Cossío publicaba El rayo que no cesa, obra de su ayudante, a pesar de que el franquismo más cerrado ensombrecía el cielo de la vieja España.

 

Por la comunión de talentos y sentimientos entre los hombres de letras y los hombres de luces, y por mucho más, es bueno que una plaza de toros tenga en su edificio una biblioteca, pero es mejor que la misma lleve el nombre de un bibliófilo y un erudito al que la literatura y los toros, le deben tanto.

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México