Me lo contó Gonzalito, el mozo de espadas del matador Curro Romero. La noche cálida y amable de Madrid invitaba a la ginebra con tónica. Después de que Gonzalito ligó varias anécdotas y el que firma, varias ginebras, el ayudante del maestro afirmó con los ojos puestos en mí:

-Mexicano…- dijo mi nacionalidad pausadamente como para sí mismo, pero en cuanto tomó otra vez la palabra, comprendí que, en realidad, estaba recorriendo los vericuetos de su memoria:

-Hace muchos años, una tarde en Barcelona, un mexicano pegó ¡doce faroles de rodillas en los medios!. Se llamaba Guillermo Carvajal y le decían El Chicharrín. Después de eso, ¿qué podían hacer los otros toreros?-. Se preguntó con veneración.

Le comenté que Guillermo Carvajal fue amigo de mi padre y  por ello, uno de los toreros de mi infancia. Cuando con los primos jugábamos al toro, yo pedía ser El Chicharrín. Gonzalo Sánchez Conde lo recordaba con una admiración enorme. “¡Muy buen torero!, ¡muy bueno!” Repetía sonriendo mientras yo le narraba mis recuerdos.

Es que aquellos eran los tiempos en que los toreros mexicanos llegaban a España a imponer una manera muy valerosa de comportarse en el ruedo.

Guillermo Carvajal empezó su carrera taurina mucho más allá de la adolescencia. A los diecisiete años dio sus primeros capotazos a una becerra. La alternativa la obtuvo a la edad de veintiséis. La ceremonia se realizó en Mexicali, el padrino fue Pepe Dominguín y el testigo, Humberto Moro, los toros para esa corrida fueron de la ganadería de don Jesús Cabrera. Durante varias temporadas toreó en las plazas de mayor categoría  de España y Francia. Hasta 1963, que fue el último año que actuó en Europa.

La carrera del Chicharrín llegó a su fin el cuatro de febrero de 1968, tarde en que un toro le partió la vena femoral y por muy poco pierde la vida en la arena. A pesar de sus afanes y de un currículo de grandes triunfos, Guillermo Carvajal no dejó una huella honda en el relato de la tauromaquia. A veces, la historia del toreo es injusta y desmemoriada, sin embargo, nunca falta un aficionado de solera, uno de esos de verdad, que con una anécdota contada con orgullo y enorme gratitud, rescata del olvido al torero grande inexcusablemente registrado con discreción en los libros sobre el tema.

Por otra parte, no es una coincidencia. Algo hay de inconcebible entre los velos misteriosos de la vida, para que después de más de cincuenta años y a miles de kilómetros de distancia, el mozo de espadas del torero de las esencias rescatara del desván del olvido al fantasma de un matador honrado, que forjó su carrera a base de grandes triunfos, de fracasos estrepitosos y de cornadas gravísimas. Ya lo dije, es una cuestión de afecto, y también de asombro, porque aquella noche redescubrí que perdido en el fondo de mi memoria hay un hombre de rostro borroso, al que los recuerdos paternos le conformaron toda una historia de torero valiente y de haber sido un buen hombre, y que bajo las muy pocas estrellas del cielo de Madrid, a golpe de faroles de rodillas, Gonzalo Sánchez Gonzalito, no sé a santo de qué, trajo a cuento.


 

José Antonio Luna Alarcón

ProfesorCultura y Arte Taurino

UPAEP
Puebla, México