Nada se compara a vagar por ahí fantaseando cosas, sobre todo, si se tiene una tendencia natural al pasado.

Entre pasear por el centro histórico de la ciudad o por la zona moderna de la misma, escojo sin dudarlo la primera. De vez en cuando, acudo a la calle del costado de Santo Domingo sólo para imaginarme la noche en que dos espadachines embozados, le cortaron el paso a Gutierre de Cetina con el caritativo encargo de partirle su mandarina en gajos, -literal, le tiraron mandobles al dos por uno- porque un rival celoso compartía la misma afición del letrado a las caderas de Leonor de Osma, y consciente de que quien escribe versos lleva ventaja al momento de guardarse para siempre en el corazón de una mujer, el adversario mandó al par de sicarios para que arreglaran su asunto al poeta.

Así mismo, disfruto las fotografías de Casasola. En ellas puede sentirse un México sepia que huele a pólvora, a sudor de caballo y a trenes cargados de revolucionarios. Por otra parte, las mujeres me gustan en blanco y negro. O sea, esas que hicieron el cine de antes. Las que encrespaban mares y abriendo los ojos iluminaban mundos. Me subyuga la hondísima mirada de Greta Garbo, la sonrisa de Verónica Lake con una sombra de ironía colgada de los labios. Kim Novak tan bien puesta de pitones.  Rita Hayworth imponente como un toro bravo que se arma. Ava Gardner con el misterio y el ímpetu de una tormenta o Miroslava a la que el despecho la convirtió en leyenda.

Por ese empeño de revivir el pasado y por lo bien que está escrito, me adentro sin reservas en un libro en el que Carlos Hernández González ha juntado montones de notas, recuerdos, anécdotas, datos y hace un relato nostálgico y muy interesante: La legendaria hacienda de Piedras Negras. Su gente y sus toros. Carlos ha vivido atrincherado en el arte, fue torero, es escritor y también pinta cuadros. Es uno de esos seres privilegiados capaz de corregir el mundo y ponerle lo que haga falta. Este no es un libro de recuerdos para la familia, sino un recuento perfectamente documentado de la historia de una de las ganaderías más emblemáticas del toreo.

Con el libro abierto en la página que narra “la muerte del amo”, -así se llama esa parte- la memoria depurada del escritor lleva a mi imaginación a aquella mañana de coleadero. El amo Viliulfo se entrena en el viril ejercicio de derribar los toros, porque se aproxima el día de la fiesta grande de la hacienda y quiere estar en forma, pero el destino se varea y la última bajada termina en que las patas del toro se enredan con las manos del caballo y viene la vuelta de campana. El peso de la bestia le cae encima partiéndole el cuello y muere al instante. Leo el relato y proclive a desatar mi imaginación, me quedo aquel día sólo en medio del campo. Los demás se han marchado, sorprendidos, consternados, estas son condiciones que siempre acompañan a las desgracias. Entre la fronda de los sabinos cantan los pájaros ajenos a la aflicción y a lo lejos, el cielo empieza a encapotarse. Por el carril del coleadero, levantando el polvo, la muerte pasea sus reales.

Historia, toreros, corridas y toros célebres, la casta que se conserva y el futuro de una de las pocas ganaderías bravas que quedan en México. Carlos cierra contándonos la expropiación de la tierra, que como casi todo en este país, solo sirvió para la demagogia. El libro me recuerda que el mundo ha cambiado, se han ido muchas cosas y ya no hay sitio para otras. La vida avanza apagando fulgores y encendiendo nuevos brillos. Los esplendores se marchitan y florecen otros. Por supuesto, yo no estuve en Piedras Negras y, desde luego, tampoco  conocí a esas mujeres de bandera que hicieron de su vida una prolongación de sus películas. De Gutierre de Cetina sólo dispongo del soneto que habla a los ojos claros y serenos. Pero lo cierto es que tengo nostalgia de todo eso y daría cuanto poseo por que volvieran los viejos tiempos. El culpable de esta nostalgia es Carlos Hernández, porque ejerce el arte más hermoso del planeta, el de liberar las palomas de la imaginación para que en vuelo franco acorten el camino al pasado.

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México