La culpa de es de Emilio Azcarraga. ¿Otra?. Sí, de él y de sus ejecutivos. La tienen desde el infausto día para la tauromaquia mexicana en que,  después de varias tazas de café y los estira y afloja propios del caso, cerraron la negociación con Canal Plus y nos enseñaron, vía el 530, lo que son las verdaderas corridas de toros. Unas más, otras menos, tiene dos años que podemos recetarnos en acción a los espadas, que en pleno San Isidro, con la boca seca y tragando ladrillos frente al Tendido Siete, se  juegan la vida, mientras las puntas afiladas de los pitacos de un torazo les señalan a las femorales y por tanto, a las pilas del traje de luces. También, cómo no, podemos testificar en Pamplona, al matador en turno con el cuerpo apretado, los labios de papel y un verde que te quiero verde sombreándole el rostro, jugándosela en el coso de La Misericordia, en tanto que las peñas se ponen hasta las orejas de vino. Eso sí, atentas a abuchear la duda más imperceptible del diestro, o la equivocación patente, tan severos e implacables como si fueran críticos taurinos del ABC.

 

Por esas transmisiones nos enteramos que los toros de verdad cometen atrocidades tipo película de Quentin Tarantino. Cositas como el pitón saliendo por la boca de Julio Aparicio o la cara desfigurada de Juan José Padilla. Es decir, que allá el horno no se pone para bollos, ni la magdalena para tafetanes, y mucho menos para poncinas, que además, como me comentaba un amigo: Mira tú si al Ponce se le ocurriera aplicárselas en Madrid, porque todavía en noviembre no acabaría la silbatina. Por otra parte,  en cuanto a las actuaciones del diestro valenciano en la Plaza México “nadie sabe a ciencia cierta cuántos toros le han devuelto” por falta de edad o de trapío, o de las dos cosas. El cuestionamiento va a cargo de otro amigo que ha enviado por mensajería electrónica un artículo de lujo titulado Lluvia y cachondeo. Me guardo el nombre porque no le he pedido su autorización y él, por el momento, sólo escribe para los de casa y agregados culturales como yo. A Enrique Ponce le devolvieron al corral un animalito que se llamó “Fiesta eterna”, aunque un nombre más adecuado sería el de “Fiesta enferma”.

 

Por esos pagos por evento hechos a la televisora, nos cuesta un poquito más de trabajito soplarnos encierritos de toritos chiquitos, corniausentes e “injustos de presencia” como la isidrada del domingo en la plaza de Insurgentes. El exceso de diminutivos es para estar a tono con las circunstancias. Arturo Saldivar fue de segundo espada y ha cortado cuatro orejas y un rabo, y aunque ha estado muy bien, la autoridad debió comportarse con mesura, pues al primer tiro ha abaratado la temporada. Por su parte, tomar o confirmar la alternativa en los tiempos actuales, es decadente en todo el sentido de la palabra. Diego Silveti que ha hecho un serial de gesta en España ahora, hip, hip hurra, vuelve a la comodidad de su hogar y a la no menos placentera de los macarrones con cuernos. En otra ocasión habrá que hablar del caso Angelino de Arriaga y sus dos comparecencias: la alternativa en Tlaxcala y luego, el estreno de la misma, en Puebla, las que son una muestra exacta de lo que ocurre: Toros para el aprendiz y roedores para el doctor en tauromaquia.

 

Por lo general, saltan a la arena cornúpetas  que embisten con el hocico y que apenas rozan la edad reglamentaria, si es que la rozan. Unos cardan la lana y otros llevan la fama. Me parto de risa cuando alguien sale por ahí con aquello de que el toro mexicano, suavote y sin fiereza, pecando de debilidad, es material para artistas. Mientras los toros nacionales que cuando pasan tiembla el suelo, tan encastados que al matador le cortan la digestión un mes antes del festejo y que romperán a bueno si se les sabe dominar, siempre se quedan en el campo. Lo demás es un delirio de mentecatos.

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México