Verán, sé que voy desfasado. Pero, ésta no es una página de noticias atenta a los acontecimientos más recientes. Por otra parte, que las vacaciones y otros trajines se hayan atravesado, no es pretexto para dejar de lado el escribir algo referente a los toros de la casa madre. Por si faltara, empeñé mi palabra con mi amigo Antonio Moreno Durán y aquí estoy cabal, cumpliendo por mi honor y por una añeja veneración a la divisa rojinegra. Además, la cosa fue analgésica y vale la pena contarlo.

Fue hace unas semanas en Santa Ana. Corrida de peso justo, edad adulta y leña en la cabeza, hechuras armónicas, sensación de fiereza, en una palabra, trapío. Encierro pintado de nostalgia, porque en Piedras Negras el tipo y el comportamiento están definidos desde hace muchas décadas. Así que abrieron el cajón y saltó al ruedo un toro cornivuelto, astracanado, lo que significa que tenía pelos encrespados en morillo y cuello, y esos rizos sólo salen con la edad. La lidia corrió a cargo de Federico Pizarro. Con sus añitos, el toro puso las cosas en orden y era un gusto estar a mediodía bajo los rayos de un sol festivo que reverberaba entre pasodobles, capotes, banderillas y demás instrumentos sagrados del rito.

Segundo turno, ahora al cante Jerónimo. Ver al piedrenegrino corretear de burladero a burladero con bravura y celo, nos dio un gusto como cuando encontramos una pertenencia querida, olvidada en el fondo de un baúl. Éste tenía la mirada penetrante, el hocico afilado, los pitones puntiagudos y cornivueltos. Otro Piedras legítimo por donde se le viera. De inmediato, se puso a hacer cosas de toro interesante y movido. En la arena había emoción y la tardecita recién estrenada era un desfile de “Jumaos”, “Revenidos” y “Oncitos”, ejemplares de otros tiempos, nombres emblemáticos de toros de esta casa.

Una alegría recuperada para alguien que como el que esto escribe por lo general, va a los toros a lamentar la desolación en la que campa la pantomima. Es que ustedes perdonarán la irreverencia, hubo un tiempo en el que tres toreros, Manolo, Eloy y Curro, con la contumacia de un pájaro carpintero se dedicaron a ponerle en la madre al toreo. Con ello nacieron conceptos –este es una joya- como lo del toro “achaficado”. Es decir, un torete bobo, terciado y más aburrido que una película rusa. Esto es lo nuestro, dijeron los espadas y aportaron otro concepto –también precioso- ese del “contra estilo”. O sea, animales extremadamente suaves para que las figuras puedan bordar faenas bonitas, aunque carentes de pozo porque lo aguzado va contra su estilo. Según ellos, con toros encastados no se pueden dar las faenas que le gustan a la afición contemporánea. Se han olvidado de que de toros emocionantes pedimos nuestra limosna y de que para hacerse llamar maestros tienen que saber lidiar de todo. De esta manera, fueron relegadas las ganaderías bravas y se apoderaron del platillo las que crían ese milagro de la genética contemporánea que es el bobo de lidia.

En la plaza portátil de Santa Ana, cada ejemplar demostraba que por sus venas corrían pesados goterones de bravura. Entonces, salió “Hilandero”. Un toro fino, bien cortado y de cornamenta agradable para el torero. Su casta lo obligaba a revolverse con la presteza de un tejón, por lo que las verónicas de Pizarro no se consumaban. En el caballo hubo consigna y la vara fue de oferta, “llévelo, llévelo, dos puyazos por el precio de uno”. No mermó la codicia. Los primeros renglones de la obra se escribieron con doblones de enorme señorío y mucha técnica. Un trincherazo fue el remate. Después el cornudo terminó por encima de su matador. Allí, había un toro por demás importante.

La corrida finalizó al doblar el cuarto mientras el calor pesaba en los hombros de la gente. Cuatro toros y en plaza portátil -de este modo lo habían anunciado- parecería cosa de rompe y rasga, pero no. El festejo anual de Santa Ana se está volviendo una tradición para taurinos de buena cepa. Se está convirtiendo en un modelo para empresarios, ganaderos y toreros que van por allí ofreciendo un espectáculo descuidado y tan grotesco como un oso bailarín. Y todavía se dejan retratar, además, permiten que la foto -haciéndole el desplante a un par de plátanos dominicos- sea subida a los portales, ¡fenómenos!. El encierro de Piedras Negras fue para volver a sentir la ilusión del toreo. Dejen ustedes que la plaza se había instituido en mito y verdad, por ello, cada olé se cantaba muy sentido. Dejen también, que hace falta resucitar a la fiesta y esos toros traían la emoción colgada de los pitones. Dejen eso, era que en el ruedo había toros, historia, y esa belleza añeja y auténtica que hace algunos años colmaba el arte noble del toreo.

 

José Antonio Luna Alarcón
ProfesorCultura y Arte Taurino
UPAEP
Puebla, México