Ya me lo imaginaba, así que entre la corrida y la invitación al campo bravo, sin pensarlo, elegí la segunda.

 

El festejo del sábado en Puebla lo dejé para aficionados intrépidos que gustan de añadir apreturas y pisotones de callos a sus bonitos recuerdos taurinos. No estuve, pero si quieren les hago la crónica. Es más, pude dejarla escrita con dos semanas de anticipación: Primera corrida de feria, plaza llena –ya ni el caballista navarro da para sobrecupos-. A los toros destinados a rejones les han rebanado medio pitón y a los correspondientes a los de a pie, sólo con diez centímetros habrá sido suficiente. Sale Pablo Hermoso a repartir queso a todo galope y para acompañar, ofrece pan con lo mismo. Cada vez que ha clavado alguno de sus artilugios, de manera enérgica se acerca a reabastecerse en tablas, fingiéndose furioso, arrebata los arpones a su mozo de espadas, por lo que uno intrigado se pregunta qué le habrá hecho el mentecato ese. Recortes, piruetas y destrezas son realizadas por el hombre y sus bellos caballos. Al final de la faena, el peón de confianza se coloca cerca del cornúpeta y toca con disimulo para que el amo pueda aplicarse casi a la media vuelta. La estocada cae trasera y baja. Desmonta el jinete de un salto y saluda al juez, este saca dos pañuelos blancos más rápido que Billie The Kid un par de colts calibre cuarenta y cinco en pleno duelo del salvaje Oeste.

 

Por su parte, Fermín Espínola ofrece un repertorio amplio en todos los tercios, lo único reprochable es que los toros cumplen de panzazo con lo de la presencia. En cuanto a Arturo Macías, se ha pasado la tarde pegando más rodillazos que una beata ante el señor obispo, toreo de alta velocidad y relumbrante. Cosas con las que no contaba y que faltarían a mi crónica son apuntar que el heredero de Cavazos ha pegado una traca con la espada y también, que los toros de Valparaíso se han caído toda la función, por lo demás, el relato sería casi exacto.

 

Ahora que el arte se ha abaratado tanto, que es ofrecido en serie, y que su nivel se mide por la cantidad de orejas cortadas a granel y sin ninguna vergüenza torera, la ausencia de ganas de asistir a la plaza resulta además de reconfortante, ventajosa. Te alejas en dirección a los potreros como el gran místico, es decir, dichoso huyes del mundanal ruido. La tarde plácida tiñe de dorado el verde de la hierba. Los sabinos sombrean soledades, mientras las vacas, de vez en cuando, suspenden su pastar para echarte un ojo, corroborando que no tienes ninguna intención de molestar a los becerros. El ambiente es solemne y  grandioso. Un halcón se suspende en el aire y de inmediato se deja caer en picada. Los silencios sólo son rotos por un mugido lejano o por trinos repetitivos que, intermitentes, surgen de la fronda. Pasan los toros campeando despacio, majestuosos, dueños de la inmensidad del horizonte. Entre tanto, eres tú el que echas un vistazo alerta, no sea que se haya apartado alguno. Disfrutas la conversación del caporal y del amigo que te acompañan y al acordarte de los que a esa hora están en la plaza, en la cara pones una sonrisa burlona.

 

Luego, por los que asistieron te enterarás que tu buen tino te ha salvado del tráfico agobiante en calles cerradas por obras sin señalamientos; que por no haber espacios cercanos, el coche quedó a medio kilómetro; que las molestias ocasionadas por los cuerpos de seguridad del gobernador originaron un desastre en la entrada. Que la corrida fue lo de siempre. Y celebras tu buena fortuna, entonces, decidido y absoluto, te dices para los adentros que ahí te quedas hasta agotar la última nube, el último trino, el último rayo del sol.

 

 

 

 

 

 

José Antonio Luna Alarcón

Profesor Cultura y Arte Taurino

UPAEP

Puebla, México