Después de esta sexta corrida de la Feria de Sevilla nuestro gusto por el toreo será irrenunciable de por vida y nuestros criterios taurinos, firmes como peñones. Tarde de expectación, han sido encerrados seis toros de Núñez del Cuvillo para Julio Aparicio, Morante de la Puebla y José Mari Manzanares. Después de la lluvia, el cielo limpio, está luminosamente azul y el sol pinta de dorado lo que acontece en la Maestranza, al punto, ayudan mucho los oros del albero. La alegría característica de los andaluces hoy tiene un dejo de gravedad y en el patio de cuadrillas, Manzanares, que va a escribir una página inmensa en la Historia del Toreo, aguarda con miradas de lejanía en el seño. Un par de horas después lo entenderíamos: es el elegido.

 

Los sentidos están cargados de las emociones que sólo se viven en una plaza de toros. Principia el festejo. Quites de Julio Aparicio y de Morante pasman a la concurrencia. La tercera verónica del de la Puebla es infinita. La corrida está colmada de profundos detalles: los toros mejor presentados del serial, puyazos bizarros, pares de banderillas de enorme torería, muletazos con solemnidades de misa mayor. Llega el turno del tercer espada que antes de que se abra la puerta de toriles oficia su ritual: Persignarse en varias ocasiones, oración devota, la mano al pecho una y otra vez, beso a la efigie del vaso, sorbo y agua a las muñecas, el ungido se prepara. A la arena salta “Arrojado”, número 217 y con quinientos kilos de potencia, casta y bravura a cuestas. Serie de verónicas y una media belmontina para recibirlo, hola buenas, me llamo José Mari. Por su parte, el toro corresponde cortesías dejando como muestra un galope armonioso y acompasado, ha metido la cabeza abajo, el augurio es excelente. Puyazo del picador Chocolate. Gran par de banderillas de Curro Javier. La lidia de “Arrojado” es de premonición. Cuatro muletazos alcanzan para que el toro rompa y la banda del maestro Tejero irrumpa con el pasodoble, aunque más apropiado sonarían voces gregorianas de frailes cantando el Veni Creator Espiritus. La trompeta convoca a acometer hazañas. Se acentúan más intensamente las emociones. Los ramilletes de derechazos y naturales son inmensos, entonces, después de un remate, Manzanares, sin saber por qué, levanta el dedo índice y repite incrédulo yo,yo,yo. Es el momento mágico. Sin verlo lo percibimos, al otro extremo del índice del torero, Dios alarga el propio y toca al hombre. Soplo de vida infundido en el catedralicio albero. Luego, la tarde se desgranó en muletazos de tremenda hondura mientras “Arrojado” crecía en clase, nobleza y bravura. El lienzo verde asoma en el palco de la presidencia y los pañuelos blancos que habían servido para pedir el indulto del grandioso toro, ahora secan lágrimas de dulzor amable, porque cuando se atestigua el ungimiento de un hombre por el dedo de Dios, no se puede hacer otra cosa que llorar a mares gotas de serena alegría. 

 

Aún faltaba alcanzar otra cumbre con “Campanito”. La carga emocional por la gama de recuerdos es agotadora. Otras dos orejas y el triunfo apoteósico. Las faenas han estado colmadas de sentimentalismos. En ellas iba la España dolorosa y ardiente, la de los místicos y los ascéticos. Salida a hombros. La emoción es tan enorme que los costaleros han olvidado elevar al ganadero. Sensibilidades al máximo, la gente aclama a Manzanares. Todos quieren tocar al exaltado, arrancar un trozo de su vestido de luces para guardar una reliquia. Los aprendices de torero de la escuela de la Real Maestranza lo arrebatan materialmente de la furgoneta y lo vuelven a pasear a hombros. Mientras tanto, los estudiosos del arte se apuran a corregir la historia, no fue Adán el del fresco entrevisto por Miguel Ángel en La Creación, sino José Mari, y ahora lo tienen claro, el verdadero nombre de la pintura es La Consagración.

 

 

 Desde Puebla, México. José Antonio Luna Alarcón