Informa desde México. José Antonio Luna Alarcón. Profesor Cultura y Arte Taurino. UPAEP

Es que -¡en serio!-, debemos aceptar que en lo del toreo, el protagonista principal debe ser el toro. Anoche, en la ciudad de Apizaco, estado de Tlaxcala, hubo un evento llamado El campo en la plaza. Sobre la arena de la monumental se realizaron faenas camperas, para que la gente que no tiene oportunidad de ir a una ganadería, pudiera conocerlas y disfrutarlas. La vacada anfitriona fue la de Piedras Negras.

Se herraron dos becerros con la intervención de vaqueros y torerillos. Don Marco Antonio González Villa, ganadero, quemó los cueros con el hierro de la casa y los  números. También, a cada uno de los añojos, se les hizo un corte en la badana, con el fin de que les cuelgue la emblemática campanilla, que es la seña que lleva el ganado de la mítica divisa rojinegra. Fañar es el verbo que se emplea para nombrar el corte que, por lo general, en las orejas algunas ganaderías hacen en sus animales. Después, tres hembras fueron tentadas por los matadores Miguel Villanueva, Raúl Ponce de León y Rafael Gil Rafaelillo, o sea, una tercia de toreros con solera de vino añejo y de buena cepa.

Ustedes me dirán que no es lo mismo y tienen razón. No, no es lo mismo mover a los animales desde un potrero a la placita de tientas, al galope y con arreo, que embarcarlos en cajones y llevarlos en camión hasta la ciudad por más cerca que ésta se encuentre del rancho. El estrés al que son sometidos puede que haga variar su comportamiento. También influirá,  que el trabajo convertido en espectáculo se realice de noche y con tanta gente en los tendidos, aunque los espectadores se portaron con corrección, siempre hay ruido y demasiados impertinentes que no saben permanecer un rato sin moverse. Además, los bovinos no son animales nocturnos.

El discurso de la noche cambió con los dos últimos actos del evento, la lidia y muerte a estoque de un novillo y de un toro, el primero por el novillero Gerardo Sánchez y el segundo, por el matador Jerónimo. Fue, tal cual, una corrida mixta con la torería vestida de luces, clarines y presidencia de la autoridad.

El novillo, un cárdeno claro, casi ensabanado, bien puesto de pitacos, precioso de hechuras, fue un ejemplar con todas las credenciales. Verlo correr acometiendo a los burladeros era, ya en sí, un espectáculo. Al capote acudió alegre y por su movilidad y bravura, en el último par de banderillas puso en un predicamento a un banderillero que se salvó de un cornadón al haber sido alcanzado junto a las tablas.

En los primeros muletazos, el cárdeno acomodó bien la cabeza. Luego, por la falta de experiencia del coleta, que no lo templó y lo dejaba enganchar el trapo, se fue descomponiendo. Sin embargo, la lidia tuvo el alto precio de ver a un joven aprendiz que se estaba imponiendo a su propia debilidad para salir airoso -me refiero en el aspecto profesional-  del trance. No lo consiguió. Se resbaló en la cara del piedrenegrino y como los ejemplares de este encaste no tienen un pelo de pazguatos, hizo por él y le pegó una paliza. Lo tuvo que matar Jerónimo, pero el buen novillo ya había desarrollado sentido y el diestro pasó las penas del infierno para despacharlo, apuntando siempre a lo alto.

En cambio, el toro, un salinero, acucharado, con trapío, que remataba muy abajo en los burladeros y que en los capotazos metía la cabeza haciendo el “avioncito”, manseó después de dos lances, cosa que no debe extrañarnos en una ganadería encastada. Junto con sus dificultades traía el interés de ver las soluciones que con oficio, planteó el torero.

Salimos de la plaza sin haber visto la faena soñada, pero el que escribe no se sentía desencantado, tal vez, un poco nostálgico, era que la verdadera casta brava, con sus dificultades y la emoción que lleva implícita, habían campeado en el ruedo. Es que los de Piedras Negras son como deben ser los toros: soberbios, hermosos, emotivos y peligrosos. Así fueron y creo que antes, de eso trataba lo del toreo.